Uno de los datos más sorprendentes en relación al centenario de Bentley es que, precisamente, una marca tan arraigada en las carreras haya participado activamente en competiciones del máximo nivel durante sólo tres de sus diez décadas de existencia. Todavía más extraordinario es el hecho de que gran parte del folclore que rodea los éxitos en competición de Bentley se remonta a las hazañas de Sir Henry ‘Tim’ Birkin y su llamativo grupo denominado ‘Bentley Boys’, que entre todos consiguieron un gran éxito en Le Mans, con cuatro victorias consecutivas entre 1927 y 1930.
Con aquellas colosales máquinas y carismáticos pilotos se forjó la reputación de la marca, pero pasarían más de 70 años antes de que Bentley se volviera a enfrentar a la carrera de resistencia más famosa del mundo, gracias a la inversión de su nuevo propietario, Volkswagen. La victoria en las 24 Horas de Le Mans se consideró el trampolín perfecto para relanzar Bentley como una marca moderna y competitiva, aunque haciendo honor a los éxitos pasados de la compañía.
Harían falta dos años terminando por detrás de Audi, su compañero del grupo Volkswagen, antes de que el espectacular Speed 8 de cabina cerrada consiguiera un resultado histórico de primer y segundo puesto en la carrera de 2003. Que aquel año no hubiera un equipo Audi oficial compitiendo ayudó a la causa de Crewe. Y también sirvió para las teorías conspiranoicas, a lo que se sumó el hecho de que Bentley no regresara a defender su título. Con ayuda planeada o no, este renacer en la competición del siglo XXI fue la manera perfecta de promocionar Bentley como una marca de primer nivel, renovada y relevante.
Pasarían otros 11 años antes de que Bentley volviera a competir de nuevo, con un arriesgado e inesperado programa de GT3. Habiendo competido previamente sobre todo con equipos oficiales apoyados por fábrica en Le Mans, la categoría inferior de carreras-cliente GT3 era una especie de paso atrás. Además, el proyecto se encargó a una empresa externa –la firma M-Sport de Malcolm Wilson–, cuyo renombre no se fraguó en los circuitos sino en el Mundial de Rallyes.
Aquella primera generación del Continental GT3 causó sensación, tanto por la transformación que permitía la normativa GT3 como por su velocidad y los éxitos que cosechó nada más llegar. Teniendo en cuenta que el peso mínimo en carrera de un GT3 ronda los 1.250 kilogramos, desde luego el Continental de 2.220 kilogramos no parece la elección más lógica, pero la libertad de prescindir del sistema de tracción total y retrasar el motor V8, colocándolo más abajo –a la altura de las rodillas, literalmente–, tuvo un genial efecto. Todo esto, además de deshacerse de los lujos, comodidades, complejos cableados y diversas centralitas electrónicas. Ah, y sustituyendo la mayoría de la carrocería de metal por paneles de fibra de carbono.
El resultado fue una máquina de formidable aspecto que pesaba alrededor de una tonelada menos que su homólogo de calle, pero que parecía tan fuera de lugar entre los Porsche 911, Audi R8, Aston Martin V12 Vantage y Lamborghini Huracán, como el Blower original lo parecía allá por los años 20 entre los Bugatti. En cualquier caso, gracias a las habilidades de transformación de M-Sport, a las sofisticadas medidas del campeonato para igualar rendimiento –Balance of Performance– y a un talentoso grupo de pilotos, incluido el ganador de Le Mans en 2003 Guy Smith, el GT3 conseguiría ganar 45 carreras de primer nivel y lograr más de 120 podios en cinco temporadas.
Eso fue entonces. Y esto es ahora. En el imponente pit lane de Silverstone, donde me encuentro para conducir el GT3 de segunda generación. También diseñado y fabricado por M-Sport, pero usando como base la mejorada plataforma del coche de calle –compartida con el Porsche Panamera–, el punto de partida para este coche es inherentemente más ligero gracias a una estructura en su mayoría de aluminio, y a una silueta familiar pero todavía más aerodinámica.
Lo suficientemente ligero como para necesitar lastre de cara a cumplir con las limitaciones de GT3, este Continental GT3 de segunda generación tiene una distribución con más peso en la parte trasera. Esto no sólo lo hace más ágil, sino que aporta una mejor tracción y, por tanto, el coche castiga menos los neumáticos y no depende tanto del control de tracción ajustable de carreras, aunque este consigue que sea más constante a lo largo de un stint –tramo de carrera entre cambio de neumáticos– y que inspire más confianza a los adinerados pilotos amateur que son el sustento de las carreras de turismos modernas.
Todo esto son buenas noticias para mí porque, aunque he conducido antes coches de GT3, estas sesiones de ‘ven y conduce un rato’ suelen soltarte en frío, sin apenas tiempo para estar cómodo con el comportamiento del coche; aunque resulta más que suficiente para que te confíes e intentes hacer un papel demasiado bueno en las pocas vueltas disponibles.
Incluso sin el contexto de sus bajitos rivales GT3 de motor central, el Continental es una bestia mastodóntica. Pero es algo magnífico, en realidad, mezclando sus nobles formas con enormes tomas de aire y aditamentos aerodinámicos, lo que hace que sea reconocible como un pariente del modelo de calle, aunque dotado de la exagerada musculatura de los superhéroes de los cómics de Marvel. Como Lobezno pero sin patillas.
Si lo miras más detenidamente, es evidente lo lejos que están estas máquinas de GT3 de un coche de calle. Asómate bajo el capó y el motor V8 biturbo, que sin restricciones supera los 550 CV, parece que se haya caído de sus soportes, está lo más pegado posible al habitáculo y colocado muy bajo entre los pasos de rueda delanteros. Por delante hay dos intercooler inclinados, alimentados por la gran parrilla y ventilados por las descomunales ranuras de la superficie del capó. Es como un GT moderno fabricado con artillería pesada.
Las ‘agallas de tiburón’ de la parte superior de los pasos de rueda delanteros permiten que escape el aire a alta presión, en un esfuerzo por evitar que el eje delantero se levante, mientras que el fondo plano suministra aire al colosal difusor, que trabaja junto al igual de monstruoso alerón trasero. Y, por supuesto, es de tracción trasera y no a las cuatro ruedas. Algo que ayuda a centrar la mente antes de encajarse en su interior.
El habitáculo tiene algunos detalles curiosos que dan pistas sobre los orígenes de este coche, pero más allá de los tiradores de cuero de las puertas o las levas del Mulsanne, hay muy poco que te haga pensar que estás en un Continental GT. Desde luego no la posición de conducción, que está muy retrasada, tan lejos del salpicadero y del parabrisas que parece que vayas de pasajero trasero. El asiento está fijo pero el volante rectangular se ajusta longitudinalmente y en altura, y la pedalera también se mueve. Una vez acercas estos elementos críticos al alcance de tus manos y pies, de manera que estés conectado al coche, ya estás listo para ponerte en marcha.
Para ponernos en marcha seguimos las indicaciones del ingeniero de pista, que sobre todo son muy importantes si utilizas el Launch Control. No hay pedal de embrague, así que engranas marcha con una leva en el volante; antes primero debes activar el sistema Launch Control con un botón y mantener el pie derecho hundido en el acelerador. No estoy seguro de que la nube de humo de neumáticos sea estrictamente necesaria; de hecho, la norma de no derrapar en la mayoría de paradas en boxes de los campeonatos de GT sugiere que esta técnica hoy recomendada es más para divertirse que otra cosa. Desde luego a mí me divierte.
En general, una vez te acostumbras a la inmediata impresión de lo fácil que es llevar un coche de GT3 y lo urgente que es su entrega en comparación a la de un coche de calle, rápidamente entiendes que el arte de conducirlos está contenido en los brutales pocos segundos que transcurren entre pisar el pedal del freno, hacer rotar el coche hacia la curva y volver a acelerar. Por supuesto, se podría decir lo mismo de cualquier coche –las rectas son fáciles, al fin y al cabo–, pero mientras que la velocidad en línea recta de un GT3 enseguida parece algo anodina –al menos si has experimentado la incesante aceleración de un superdeportivo moderno–, su habilidad para detenerse, en combinación con su capacidad de mantener la velocidad en las curvas, presenta una serie de desafíos para cualquier coche por debajo del McLaren Senna.
Al principio te falta confianza para frenar tarde. E incluso, si lo haces, cuesta asimilar la fuerza bruta necesaria para apretar el pedal de freno con una presión remotamente suficiente. Cuando lo consigues, si es que lo haces, lo más probable es que frenes en exceso en lugar de dejar que trabajen los slicks y la aerodinámica. Y si ocurre un milagro y logras hacerlo bien, también es probable que te quedes tan impactado y satisfecho de ti mismo que no aceleres lo suficientemente rápido o con la confianza necesaria.
El margen para hacerlo a la perfección en todas estas fases es fino como un papel de fumar, aunque parece sencillo cuando analizas los datos. El equilibrio del Bentley es bueno, así que incluso en unas pocas vueltas es posible explorar fugazmente los límites o, lo que es todavía más probable, sobrepasarlos y tener que ponerle remedio. De la misma forma, el control de tracción y el ABS de competición de Bosch son tan efectivos y ajustables que pronto confías en ellos plenamente, a pesar de saber que necesitas apoyarte en ellos lo menos posible si quieres sacar lo mejor del coche y de los neumáticos.
Es un proceso adictivo, pero también uno demasiado serio como para calificarlo de divertido, incluso cuando acabas de subirte al coche para dar unas cuantas torpes pero fogosas vueltas. ¿Y el Continental GT3 como tal? Pues es algo fabuloso, obviamente, siendo gran parte de su atractivo el hecho de tratarse de un Bentley de competición. Lo que depararán los próximos cien años a la marca, o a decir verdad a la competición en general, es cuando menos incierto. Por ahora, no obstante, es alentador ver a ambos ir de la mano. Como siempre lo hicieron.