Cuando era pequeño soñaba con cumplir los 18 años y comprarme un Renault 5 GT Turbo Copa como el de mi primo Juanma. Era gris oscuro, de los de la última fase, y las letras de su matrícula de Madrid eran KL. Mi primo había corrido en rallyes a principios de los 80 con un Seat 124, compartiendo lista de inscritos con un tal Carlos Sainz, que empezaba a hacer sus pinitos. Aunque no llegó a gran cosa en el mundo de los rallyes, Juanma sabía conducir muy deprisa, y nunca se me olvidará la vuelta que me dio con aquel Copa en una carretera retorcida y bacheada de la sierra madrileña que hoy ya no existe.
Aquello me dejó marcado, y me prometí a mí mismo que algún día tendría un Copa, o algo parecido. Que algún día correría en rallyes. Y que algún día probaría coches por carreteras secundarias desafiando a las leyes de la física. Dos de esas promesas las he cumplido a rajatabla. La otra, la de tener un Copa, está más complicada… aunque todavía estoy a tiempo de hacerme con uno, tirarme a tumba abierta como aquel día con Juanma y descojonarme de risa después de probarlo a fondo y recordar aquella mítica gilipollez en forma de leyenda urbana según la cual “al reducir en un Copa, le entra el turbo y te matas”.

Os voy a contar un secreto. Cada vez que me subo en un urbano deportivo turbo, revivo aquel paseíllo con el Copa como si fuese ahora mismo, y eso que ya han pasado más de 30 años. Y hoy voy a probar un coche así. Se trata del Abarth F595, una serie especial del Abarth 595 pero con algunos detalles específicos como las rayas y los retrovisores en azul, las llantas negras de 17“ o dos pares de escape dispuestos verticalmente a cada lado del paragolpes.
Dicen en Abarth que, por 25.600 euros, es una excelente manera de que alguien joven, ya sea de edad o de espíritu, acceda a su primer deportivo. Hombre, el Copa, allá por el año 89, te lo comprabas por menos de la mitad… pero bueno, como dicen en mi pueblo: “ye lo que hay”.
Por lo demás, del coche en sí no hay mucho más que contar, porque es lo que era cualquier 595 de 165 CV. Y eso, la verdad, es muy bueno.
Debe haber pocos deportivos en el mercado ahora mismo a los que yo les encuentre tantas pegas; y, sin embargo, me chifla. Me apasiona. Destila personalidad por los cuatro costados y siempre que me subo a uno, consigue que me baje de él con una gran sonrisa. Es como esa chica con la que sabes que jamás podrías llegar a nada serio porque sois como la noche y el día, pero que te vuelve loco y no sabes por qué.
Con muy poco consigue hacerme tremendamente feliz. ¿Por qué? Pues porque tiene un motor de 165 CV que no será el más potente del mundo, pero sí es muy temperamental y suena que te cagas. Porque tiene una caja de cambios de cinco velocidades de las de toda la vida, hasta con recorridos un poco largos para un coche así, pero de esas en las que siempre das con la marcha adecuada cuando llegas apurado a la frenada de esa curva lenta en la que tienes que bajar un par de hierros a toda prisa para llegar con los deberes hechos.
Porque tiene una dirección un tanto imprecisa y hasta falta de información en la que cuesta confiar, pero que después, cuando ya aburrido te dejas llevar, siempre te permite llevarlo por donde quieres. Porque tiene una de esas suspensiones duras, secas y de escaso recorrido que tan poco me gustan, pero sin la que este coche no tendría ningún sentido y no sería, ni de lejos, tan excitante y divertido. ¡Ah! Y porque la postura al volante parece diseñada por el mismo que hizo la del tractor Pasquali 980 de hace más de 40 años, pero ya hasta le he cogido cariño. En resumen, un coche en el que, por separado, todo parece caótico pero en el que, al final y cuando vas a fondo, todo funciona y te hace sentir más vivo que nunca.
Y dicho todo esto, y aunque estoy seguro de que no me vas a entender, voy a coger el F595 y me voy perder durante horas buscando esa ya inexistente carretera retorcida y bacheada de la sierra madrileña.

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