Por otro lado, también resultan contaminantes muchas otras sustancias que se producen durante la combustión, como los óxidos de nitrógeno, los de azufre, el monóxido de carbono, los hidrocarburos no quemados y las partículas de hollín. Todos ellos son indeseables: generan lluvia ácida, se comportan como venenos o penetran en las vías respiratorias, lo que genera problemas respiratorios o incluso produce cáncer. Por eso, la legislación establece límites muy bajos para las anteriores sustancias.
Por su funcionamiento intrínseco, un motor diésel emite menos CO2 que uno de gasolina o de GLP equivalente. Esto es así porque, a igualdad de tipo de conducción, consume menos. Sin embargo, la forma que tienen de quemar el combustible estos propulsores genera mayores sustancias nocivas. Los motores de gasolina apenas generan partículas y óxidos de nitrógeno, porque funcionan inyectando la cantidad justa de combustible: al no haber exceso en la cámara de combustión, se restringe la posibilidad de que se produzcan productos indeseados. Los diésel, en cambio, siempre funcionan con un exceso de aire y a menor temperatura: el resultado es que, durante la combustión, existe un exceso de oxígeno en la mezcla y la reacción transcurre a menor temperatura. Lo primero incrementa la producción de óxido de nitrógeno y lo segundo, la de carbonilla; que aglutina los restos de gasóleo sin quemarse por completo.
Por eso, desde el punto de vista de emisiones, los diésel antiguos son los máximos responsables de la contaminación y de parte de los problemas respiratorios de los ancianos. Aunque, también hay que decir que, con la actual legislación Euro6, un motor diésel moderno emite prácticamente lo mismo que un gasolina. Y el problema de la contaminación urbana radica, sobre todo, en la antigüedad de los vehículos: hoy día, en España y según los datos de Bosch, un 15% del parque genera un 80% de la contaminación.