Para el experimento, los ratones fueron divididos en tres grupos: El primer grupo fue expuesto a las emisiones de los vehículos diésel durante dos semanas y, pasado ese tiempo, se les suministró durante otra semana aire filtrado. Pero, según el profesor Michael E. Rosenfeld, de la Universidad de Washington, «la mayor sorpresa fue descubrir que una semana respirando aire filtrado no fue suficiente para reparar el daño»; el segundo grupo sólo recibió las emisiones nocivas, y el tercero contó con aire limpio.
En los ratones expuestos a gases de escape de los motores diésel, se detectó un doble efecto: Por un lado, la contaminación aérea de su entorno provocó una bajada del colesterol bueno -la lipoproteína de alta densidad o HDL-, reduciendo las propiedades beneficiosas de su proteína y permitiendo que el colesterol malo -la lipoproteína de baja densidad o LDL– aumentara, facilitando la obstrucción de las arterias. Estos ratones fueron más vulnerables a la oxidación en la sangre y el hígado. Además, la transformación del colesterol bueno en colesterol malo no es la única consecuencia cardiovascular de las emisiones de los coches: También causan inflamaciones y daños a los tejidos.
No obstante, un análisis más detallado del estudio revela que las condiciones de contaminación a las que se sometió a los ratones fueron extremas, con «una concentración en el entorno similar a aquella a la que están expuestos los mineros«.