Evolución del Motor diésel atmosférico al biturbo

En los últimos 25 años, el aumento del rendimiento de los motores de gasóleo ha sido espectacular, debido a nuevos materiales, mejores sistemas de inyección y, fundamentalmente, a una constante evolución del turbocompresor.


 Hace solo tres décadas, los motores diésel contaban con sistemas de alimentación mediante inyección indirecta sin ningún tipo de sobrealimentación que les permitían ofrecer un rendimiento de unos 27 CV por litro de cilindrada. La incorporación del turbocompresor elevó este parámetro hasta el entorno de los 33 CV por litro, y el par motor pasó de 14 a 18 kgm, aproximadamente. El desarrollo tecnológico de estas mecánicas llevaba dormido durante 30 años y despertó con fuerza de su letargo en los años 80.
Pero, aunque la incorporación del turbocompresor suponía un notable aumento del rendimiento –de entre un 20 y un 25%–, la temperatura del aire que entraba en las cámaras de combustión también se incrementaba, limitando la cantidad de oxígeno en la mezcla y dejando una puerta abierta a una nueva mejora. Así, el siguiente estadio evolutivo de los turbodiésel consistió en la adopción de un intercambiador de calor aire-aire, conocido como intercooler. Con este dispositivo, estamos ya en un rendimiento de 38 CV por litro o, lo que es lo mismo, una mejora de un 40% respecto a las mecánicas atmosféricas.

Llega la inyección directa

Más o menos una década atrás, el paso a cámaras de combustión de inyección directa, junto a presiones de inyección más elevadas, permitió un aumento del rendimiento hasta los 45 CV por litro; estamos hablando de un incremento superior al 65% respecto a los motores atmosféricos “primitivos”.

Con los modernos sistemas de inyección de alta presión, hoy día se trabaja con presiones de entre 1.600 y 2.000 bares, mientras que las bombas de inyección de 1970 se conformaban con 300. Esta capacidad tecnológica de quemar más y mejor el combustible obliga a introducir más aire en los cilindros; es decir: hay que soplar más aire con el turbocompresor. Si se incorpora un turbo grande, su capacidad de soplar también lo es, pero su tiempo de respuesta es lento, y a bajas revoluciones, no sopla lo suficiente porque los gases de escape no tienen la fuerza necesaria para mover la turbina del compresor.

Si optamos por un turbocompresor pequeño, funcionará bien a pocas revoluciones y con baja carga, y lo hará con rapidez y alegría; pero en la gama alta del cuentavueltas, no soplará con el caudal suficiente. La lógica dice, por tanto, que lo más racional es instalar un turbocompresor “de compromiso” –ni muy grande ni demasiado pequeño–. Es por eso por lo que los motores turbodiésel de aquella época carecían de los niveles bajos típicos de las mecánicas atmosféricas y de una brillante respuesta en alta, si bien su rendimiento a medio régimen era muy superior.

Twin scroll y geometría variable

La mejora de los turbocompresores dio comienzo a una segunda época en la que se trató de ofrecer un soplado acorde con el régimen de giro, aprovechando al máximo la energía cinética de los gases de escape. En algunos motores, se observó cómo había una ligera re-aspiración de los gases de escape por parte de los cilindros, produciendo pérdida de presión en el turbo y un llenado de aire deficiente en las cámaras de combustión. La solución técnica ofrecida por los ingenieros de fluidos fue la adopción de conducciones directas desde los cilindros que trabajan al mismo tiempo hasta el propio turbo. Este tipo de turbocompresores recibió el nombre de twin scroll. Esta mejora dio buenos resultados en motores de gasolina, pero no en mecánicas diésel.

En los motores de gasóleo, la evolución vino de la mano de los turbocompresores de geometría variable. A bajas revoluciones del motor, disponemos de pocos gases de escape, que se mueven hacia el turbo a baja velocidad. Los turbos de geometría variable disponen de unos álabes a la entrada de la turbina que estrangulan la sección de paso y, por tanto, elevan la velocidad de los gases, aumentando su energía cinética y, consecuentemente, su capacidad para mover el turbo y el compresor asociado a él. Los álabes pueden instalarse mediante un pulmón neumático accionado con la propia presión de impulsión del compresor o a través de la gestión de una centralita electrónica que actúa sobre un servo-motor o un sistema de válvulas de vacío. También es posible encontrar turbos de geometría variable mediante un dispositivo neumático que inserta más o menos los álabes (rígidos en este caso) dentro del recorrido que deben realizar los gases de escape antes de llegar a la turbina.

Con la incorporación de estos turbocompresores y la gestión electrónica de la presión, el momento y la duración de la inyección del combustible, el rendimiento de los motores turbodiésel se elevó por encima de los 75 CV por litro de cilindrada. Estamos hablando de un rendimiento superior al 175% respecto al planteamiento inicial.

Llegan los biturbo

Actualmente, la evolución de los turbocompresores ha traído un nuevo gran cambio con el desarrollo de los motores biturbo o de compresión por etapas. Estas mecánicas incorporan dos turbocompresores que trabajan a distinto régimen de giro del motor.

El sistema está formado por un turbo pequeño y otro grande que reciben la energía de los gases de escape de forma escalonada. Estos pasan primero por el pequeño, que se encarga de ofrecer una respuesta contundente desde casi el ralentí hasta el entorno de las 2.000 o 2.500 revoluciones por minuto. Cuando este primer turbo alcanza su presión máxima de soplado, el exceso de presión se destina a comenzar a mover la segunda turbina (mucho más grande), que progresivamente se va “embalando” para soplar en la parte alta del cuentavueltas. El resultado es un soplado constante y creciente desde poco más del ralentí hasta el corte de la inyección. En estas condiciones, es fácil hablar de entre 90 y 105 CV por litro (un 285% más que nuestro veterano motor atmosférico de referencia), alcanzándose en competición los 150 CV por litro, con cifras de par motor que rondan los 270 kgm.

Es evidente que un motor biturbo tiene más piezas susceptibles de averiarse, pero a cambio ofrece –a igualdad de potencia– menos peso, un consumo inferior y un nivel más bajo de emisiones contaminantes, argumentos más que suficientes para que Volkswagen e Isuzu hayan incorporado este sistema en todos sus pick up Amarok y D-Max, respectivamente; Land Rover lo emplee en el Discovery, y todas las marcas de lujo se hayan rendido a sus encantos para propulsar sus todocaminos y todoterrenos. Mejorar su respuesta en las inmediaciones del ralentí es el próximo reto.

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