Ruta 4×4: Isla de Pascua

No hay una pedazo de tierra más apartado y aislado en el mundo que la diminuta Isla de Pascua. Perdida en el inmenso océano Pacífico, ha desarrollado su propia identidad, que le ha llevado a convertirse en unos de los misterios más seductores de la historia de la Humanidad. El "ombligo del Mundo" fue el nombre con el que la bautizaron sus primigenios habitantes, ya que su aislamiento les hizo creer que en vez de "perdidos" eran el "centro del mundo".


La aproximación a la isla más apartada del mundo se realizó tras recorrer 3.680 kilómetros durante más de cinco horas de vuelo sobrevolando el océano Pacífico y tras eludir un espeso banco de nubes. Su superficie desnuda evidencia atormentados orígenes volcánicos y nada hace pensar que antaño estuviese recubierta de bosques. Unos árboles que, según las investigaciones realizadas, fueron talados masivamente por sus pobladores para transportar sus gigantescas y pesadas estatuas. A la capital, Hanga Roa, se accede fácil y rápidamente desde el aeropuerto de Mataveri; incluso se puede llegar caminando. Con la sosegada tranquilidad que transmite su aspecto de pueblo disperso, es muy sencillo orientarse y hacerse con esta minúscula población, en la que habita la mayoría de sus habitantes, unas 3.000 almas. Los otros poco más de 700 moradores se dispersan por sus alrededores.
Con el alquiler de un 4×4 nos motorizamos para movernos libremente por las pistas de la enigmática isla y comenzar a localizar sus más célebres y admirados inquilinos. La única carretera asfaltada y su meandro de pistas nos muestran el daño que las lluvias son capaces de infringir a la tierra desnuda. Un rosario de inesperados boquetes y baches amenizan el recorrido donde quiera que vayamos. Junto a un bravo oleaje que golpea sin piedad y sobre la retorcida lava solidificada de su accidentada costa comienzan a ubicarse los primeros moais, término rapa-nui para denominar a sus colosos de piedra. Pero estos ignoran al océano, que ruge furioso a sus espaldas, para mirar hacia el interior de la isla. Así eran ubicados, de espaldas al mar.

El centro ceremonial de Tahai se encuentra rodeado de las residencias que alojaban a las altas personalidades, como sacerdotes y jefes. Las Hare Paenga captan nuestra atención; son las residencias elípticas construidas con una base de piedra y coronadas por techos en forma de botes. Unos pocos metros más al norte, el moai Ko Te Riku es el único, de los más de 900 que existen diseminados por toda la isla, que conserva los ojos que tan inquietante expresión le confiere. El resto tienen las cuencas vacías, pero sus prominentes labios, narices y largas orejas compensan la obvia ausencia. Su sobria pero regia figura está coronada por un pukao, sombrero de piedra volcánica rojiza que laurea las efigies. A partir de este punto, vamos a seguir una ruta a través de pistas de tierra y piedra rodeando la isla hacia el noroeste. Anima el recorrido el encuentro con decenas de caballos que pastan a su antojo, a veces entre aquellos moais que se encuentran semiengullidos por la madre tierra, tal y como quedaron tras su inclemente derribo en la época de las crueles luchas fratricidas que colapsaron la cultura rapa-nui, allá por el siglo XVII. Los clanes enfrentados decidieron dar la espalda a sus ídolos de piedra y furiosamente los condenaron a hundir sus rostros sobre el suelo que les vio cobrar forma. Cuando de nuevo reiniciamos la marcha, la nube de polvo que se forma tras nosotros envuelve las centenarias reliquias disipando su existencia.

Seguimos avanzando por la pista que nos va aproxima a los nuevos enclaves, hasta que alcanzamos el único centro ceremonial donde sus moais miran hacia el mar, el Ahu Akivi. Sus siete figuras otean en dirección a la puesta de sol. Se cree que los rapa-nui estaban fascinados por la bóveda celeste y lo reflejaban en sus rituales, prueba de ello son los dos hitos de piedra que se levantan a 700 metros de este último centro ceremonial y a través de los cuales los rayos de sol pasan durante el solsticio de verano.

Cuando el viento sopla, nos hostiga a su antojo, a veces se conforma con incomodarnos cuando descendemos del todoterreno y en otras ocasiones transporta un nutrido ejército de nubes y tormentas que complica el avance. Pero el propio firme deslizante y la cúpula de nubes dan más misterio a la ruta. Así llegamos a la colina de Puna Pau, veta de lava granate en la que eran labrados los tocados que coronaban a los moais y que ahora salpican anárquicamente su ladera.

Las lluvias van a abonar de barro, ramas y violentos derrapes la pista de acceso al volcán Rano Kau que, con sus 311 metros de altitud, completa la trilogía de imponentes volcanes que se encargaron de dar forma, hace más de dos millones de años, a esta insólita isla. El cráter, casi perfecto, de un kilómetro y medio de diámetro, aloja una laguna con una profundidad de 280 metros. Las aves que lo sobrevuelan son los huéspedes de estas aguas cubiertas de una densa capa de totora (material que también existe y con el que se construyen las famosas embarcaciones del Lago Titicaca). En su extremo suroeste, la aldea ceremonial de Orongo, donde se daban cita los diferentes clanes bajo la supervisión de los sumos sacerdotes para desarrollar la ceremonia del Manutara que decidía el destino de sus habitantes cada año. Frente a ella, en el océano, se ubican los tres islotes que durante más de un siglo desafiaron a los intrépidos guerreros rapa-nui.

La costa este de la isla tiene uno de los enclaves más espectaculares: la cantera donde eran creados los gigantes de piedra, en las faldas del volcán Rano Raraku. Es apasionante ir ascendiendo por la ladera y descubrir las efigies abandonadas, en diferente fase de creación, de las hieráticas estatuas. Algunas están todavía agarradas a la roca madre, con el rostro a medio hacer, otras erguidas, tumbadas o encaminadas hacia su posible ubicación. A lo lejos, cerca del mar, el Ahu Tongariki es otro de los hitos más sobresalientes de este fascinante recorrido. Se trata de 15 estatuas que en 200 metros fueron castigadas por un maremoto en el año 1960, diseminando sus restos en 100 metros a la redonda. Recompuestas de su violenta sacudida, de nuevo se yerguen de espaldas al mar.

La península Poike, o de las vírgenes, aloja las cuevas donde era recluida la virgen que se convertiría en la esposa del guerrero que consiguiera el huevo del Manutara y fuese investido como el nuevo jefe anual de la isla. En este punto, nuestro 4×4 virará en dirección noroeste para ir a la única playa de arena fina de la isla. Seguimos encontrando otros ahu (centros ceremoniales) demolidos y puestos de observación desde donde los primitivos rapa-nui avistaban los cardúmenes de peces o tortugas que arribaban a la orilla. En ese camino saludamos al moai más grande transportado desde la cantera del volcán Rano Raraku; sus 80 toneladas y 11 metros de altura legitiman este título.

La playa de Anakena aparece kilómetros después. Tan minúscula como increíblemente romántica se resguarda al cobijo de una cala con las únicas palmeras de toda la isla. Un nuevo ahu con siete moais, el Nau-Nau, contiene algunas de las figuras mejor conservadas de la isla con petroglifos sobre su superficie. Fue durante el año 1956 con la presencia de la expedición noruega dirigida por el mítico Thor Heyerdahl y la iniciativa de Lázaro Hotus y Pedro Atan, que lograron demostrar cómo erigir un moai.

Son muchas las teorías que tratan de descifrar el por qué de la existencia de éstas insólitas estatuas en un pedazo de tierra que, durante mucho tiempo, sus egocéntricos y belicosos habitantes consideraron el ombligo del mundo. Todas ellas seguirán ocultando los misterios a los que muchos han tratado de encontrar respuestas… sembrando aún más dudas.

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