Ruta 4×4 por Nueva Zelanda (I)

Tras superar las barreras que conlleva desplazarse a la otra punta del mundo, cuna del indefenso kiwi y escenario de El Señor de los Anillos, nos encontramos circulando por la izquierda, con el volante a la derecha, dándole al limpiaparabrisas cada vez que queremos poner el intermitente y esquivando algunas de las 70 millones de zarigüellas que han invadido los bosques neozelandeses. Frente a la tranquilidad que refleja Hobitton, Nueva Zelanda ofrece también mucha aventura.


Elegimos la hermosa y «británica» Christchurch, capital de la Isla del Sur, como punto de partida. Paseando entre sus históricos edificios y jardines comenzamos a salir del estado catatónico en que llegamos al punto de la tierra más alejado de España (12 horas de decalaje y día y medio de interminables vuelos). Sus alrededores tampoco tienen desperdicio y el todoterreno nos permite salirnos de las rutas turísticas y avanzar por pistas desiertas. La naturaleza es la absoluta protagonista de cualquier ruta, acercándonos a solitarios lagos donde los pescadores pueden demostrar sus dotes para atrapar truchas, puentes colgantes sobre los que balancearse a través de un trekking, sinuosos puertos de montaña que superar y vadeos inesperados que cruzar para escudriñar los rincones más ocultos del territorio neozelandés.

El espectacular Lago Tekapo fue el primer eslabón de una sucesión de lagos volcánicos que nos acogieron varias jornadas en nuestra migración hacia el sur. La inestabilidad atmosférica, característica de estas latitudes, y los grises nubarrones que atisbamos en el horizonte finalmente nos arrebataron el privilegio de contemplar uno de los más ilustres residentes de los Alpes del Sur: el eternamente nevado Monte Cook, que tiene el honor de ser el más alto de Oceanía con sus 3.764 metros.

Las distancias son tan cortas que en poco tiempo pasamos de la alta montaña al litoral. La costa de Catlins es un santuario natural de fauna marina, con mamíferos acuáticos y aves, destacando especialmente los tiernos pingüinos. El bosque de la bahía Curio es distinto a todos, pues nunca da sombra, hay que mirar al suelo para ver los árboles. La visita a este prehistórico bosque fosilizado se hace todavía más entrañable cuando aparece el primer pingüino de ojos amarillos, avanzadilla de la colonia que a lo largo del atardecer comienzan a llegar por centenares para alcanzar sus nidos entre estos dinosaurios vegetales.

Cuando estábamos a punto de creer que el sol nunca saldría en Nueva Zelanda, el distraído astro nos iluminó la mañana en la bahía Cannibal, permitiéndonos comprobar que los especiales bañistas entre los que avanzábamos aprovechaban los rayos de sol para relajarse en sus arenas. Los leones marinos de la bahía, pescando o languideciendo, son otros de los muchos espectáculos de las Catlins, que nos permite combinar la fauna marina de la costa con la primigenia selva isleña. Ésta, entre su densa y húmeda vegetación, nos muestra cómo fue la faz de las prodigiosas islas hace millones de años.

El extremo sur fue el punto de inflexión que dirigió nuestros pasos hacia la joya de la corona de la Isla del Sur: los fiordos Milford Sound. Se trata de un laberinto de fiordos que sólo pueden ser recorridos por barcos desvelándote sus más íntimos secretos: playas donde atracaban los cazadores de ballenas, las rocas favoritas de familias de focas tomando el sol, observatorios subacuáticos para contemplar la fauna y flora marina. Pero siempre escoltados por las escarpadas e inmensas laderas de los fiordos que bruscamente se funden con las aguas del mar.

Las pequeñas poblaciones que, entre vastos pastos de verde esmeralda, vamos cruzando por el camino están esmeradamente limpias y ordenadas. Pero el aspecto bucólico deja paso a la modernidad a las orillas del Lago Wakatipu, en Queenstown, la cuna de los deportes de riesgo más inverosímiles. Aquí todo lo que acabada en «ing» es sinónimo de experiencias salvajes con deportes que siempre implican peligro para los huesos. Hacia el Norte la acción se relaja y el pulso vuelve a ser normal mientras se contempla serenamente el Monte Aspiring (3.030 metros) reflejado en las aguas turquesas del Lago Wanaka. La actividad minera que atrajo a miles de buscadores de todo el mundo durante el siglo XIX ha dejado su rastro en multitud de pueblecitos que nos muestran orgullosos sus viejos edificios y museos inmortalizando su pasado.

Los glaciares de Fox y Franz Josef nos van anunciando que nos acercamos a la costa Oeste. Mientras contemplamos su faz helada, la fina lluvia que se desliza por nuestras caras nos susurra una romántica y dramática leyenda maorí. La bella Hinehukatere lloró tanto tras descubrir cómo su amado se despeñaba por estas montañas que sus lágrimas crearon las lenguas de hielo que ahora todos podemos ver.

Las más que impresionantes Pancake Rocks, en Punakaiki, que han sido caprichosamente moldeadas por la incesante acción erosiva del viento y el mar de Tasmania, se convirtieron en el comité de despedida mientras ascendíamos a través de los profusos y vivificantes parques nacionales de Kahurangi, Abel Tasman y Monte Richmond hacia el pueblo costero de Picton. Aquí nos embarcamos para acabar navegando por el Estrecho de Cook después de deslizarnos por el intrincado laberinto de fiordos de las Marlborough Sounds. En el activo puerto de la capital del país, Wellington, atracamos dos horas y media después para dirigirnos a la capital maorí: Rotorua.

Por el camino hacia el corazón del pueblo maorí, el imponente y activo volcán Ruapehu, hermano mayor de sus dos no menos soberbios y guerreros familiares, Tongariro y Ngauruhoe, nos recuerda que la actividad volcánica y sísmica de las islas es increíblemente irrefrenable. Más de 400 temblores son registrados en un año, aunque sólo una cuarta parte de los mismos son apreciados por la población. Las aguas del lago Taupo, kilómetros después, rellenaron el enorme cráter de un extinto volcán.

No hace falta leer el cartel que indica que entramos a la ciudad para darnos cuenta de que hemos llegado. El olfato nos indicará sin lugar a dudas que estamos en Rotorua. Las aguas sulfurosas del subsuelo son el motor que bombea la vida de la ciudad. Dejando escapar sus vapores por cada una de las grietas de su suelo, van envolviendo a toda la ciudad de ese fortísimo característico hedor al que, sinceramente, cuesta habituarse. El espíritu colonial deja su huella indeleble en los edificios de estilo Tudor que resurgen entre sus bellos y esmerados jardines. El corazón de la cultura maorí se desnuda con su fogoso color rojo sobre las tradicionales construcciones nativas. Dos pueblos, dos culturas que no encuentran mejor escenario para reproducir todos sus tópicos y peculiaridades. La reserva termal de Whakarewarewa recrea una aldea maorí entre géiseres y lagunas de barro hirviendo.

Desde la cosmopolita ciudad de Auckland despegamos hacia España; una fina capa de lluvia nos despide de igual forma que nos recibió un mes y medio antes, cuando aterrizamos para descubrir las 1.000 caras de las islas del fin del mundo.

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