Ruta por Kirguistán (I)

Las montañas y los lagos son la razón de ser de Kirguistán, único país de la órbita ex soviética que escapó milagrosamente del antiecologismo de la era comunista. Bendecido por la fortuna, se mantuvo casi intacto y hoy en día podemos encontrar algunos de los parajes más puros y naturales de Asia Central. Las curvilíneas yurtas, testimonio vivo de su tradición nómada inmortal, invaden un entorno de altísimos picos constituidos en centinelas del paraíso.


Las montañas nos envuelven a medida que ascendemos por los 3.330 metros del Puerto de Otmok. La pista de tierra por la que avanzamos comienza a cubrirse de nieve. El silencio es aterrador, tan sólo es sesgado por el gélido y silbante soplo del viento. El primer contacto con las montañas kirguis nos permite familiarizarnos con este tortuoso medio surcado por lagos y elevados pasos de montañas que configuran su salvaje y bella naturaleza. No encontramos ninguna gasolinera, es lo que suele ocurrir en estos lugares apartados. Hay tan poco movimiento, que nadie (ni siquiera el Estado) invierte en la construcción de gasolineras. En una encrucijada con destartaladas cabañas metálicas, unos aldeanos nos indican que tienen combustible, pero ha de ser comprado en bidones completos de 20 litros. Negociamos el precio y finalmente repostamos.

El camino hacia el lago Jengy Jol nos conduce de nuevo a través de las montañas por el paso de Ala-Bel. Descendemos por la estrecha y sinuosa garganta del río Chychkan, las abruptas montañas de Alatau acotan nuestro paso, no hay escapatoria. Los tramos de asfalto se mezclan con los trozos de pista infectados de la horrible «chapa ondulada» originada por el paso constante de pesados y enormes camiones.

Las casas de té, «chaijanas», comienzan a aparecer por el sinuoso y oscuro camino como luciérnagas en la noche. Hacemos alto en una de ellas para satisfacer a nuestro estómago. Junto a nosotros, un grupo de mujeres charla animadamente entre risas y tazones de té que les reconforta del frío. Deducimos que son vendedoras de ropa que se dirigen al mercado de Bish-kek, la capital.
 
Las suaves colinas que nos rodean dulcifican el valle, donde la hierba colorea de tonos ocres y pardos el suelo que pisamos. Comenzamos a circunvalar el lago Jengy Jol para seguir el curso del río Naryn. 
 
Nada saca a nuestro Mitsubishi Montero de la maltratada pista. Bueno, sí, unas formas semiesféricas en la orilla del río: un campamento de yurtas de nómadas kirguis. Campo a través vamos sorteando piedras, zanjas y un puente a punto de caerse hasta reunirnos con ellos y ser abrumados por su natural hospitalidad y una copiosa cena de cordero. El tiempo pasa sin darnos cuenta y la capa azabache del crepúsculo va sumergiendo el valle en las tinieblas. Acampamos junto a ellos y formamos un campamento de nómadas que, perteneciendo a distintos siglos, hemos logrado encontrarnos en el túnel del tiempo. Una gran hoguera en el centro del campamento ameniza la noche; sus llamas bailan con sensualidad y el color anaranjado que emana va arrullando todas las formas de su alrededor. De pronto, la abuela cierra los ojos y comienza a entonar un cántico ritual que corta la respiración. Como si invocara al más allá, de su garganta fluyen himnos que se pierden en la memoria de los kirguis.
 
El camino que reemprendemos comienza a ser surcado por diestros jinetes que dirigen el ganado sobre sus caballos. En sus rostros, el sol, el viento y el frío han esculpido sus duras y profundas facciones a golpe de galope sobre sus nobles e inseparables compañeros de fatigas.
 
Volvemos a subir por esta montaña rusa natural. Esta vez alcanzamos los 3.586 metros de altitud del paso de Töö-Ashuu. A sus pies se encuentra la capital. La población de Bishkek es muy variopinta, desde rasgos mongoles hasta rubios de ojos claros, desde trajes tradicionales hasta chicas jóvenes con unas camisetas ceñidas y minifaldas que quitan el hipo. Estamos en una urbe ordenada, limpia, de amplias calles y avenidas, edificios bien mantenidos y muchos parques. La capital fue construida por los soviéticos bajo la mirada eterna de las cimas nevadas de las montañas de Alatau, siempre rodeadas por los jinetes kirguis que cabalgan junto a sus rebaños de caballos.
 
Nosotros seguimos «cabalgando» con nuestra moderna montura por una ruta muy especial. En un lugar solitario de Kirguistán, alejado del bullicio urbano de Bishkek, encontramos el único vestigio kirguis de la Ruta de la Seda: la torre de Burana, un alto minarete de 25 metros en ladrillo cocido del siglo XI. Estamos ante un aislado superviviente de una ciudadela llamada Balasagún, posible capital del pueblo seminómada de los karajánidas, que extendió sus dominios desde Kash-gar (China) hasta Konye Urgench (actual Turkmenistán). Fue perdonada por las tropas de Gengis Khan y volvió a resurgir en el siglo XIII como Godalik, «ciudad buena». Su importancia fue decreciendo con el tiempo hasta desaparecer.
 
Los montes Alatau quedaron atrás, pero otro espectro montañoso comenzará a reflejar su rostro sobre las aguas del inmenso lago Isyk-Kul, la gran cordillera de Tian Shan, una de las cadenas montañosas menos escaladas del mundo. Pero si las más altas cimas del Tian Shan han conseguido ser alcanzadas en alguna ocasión, el profundo fondo de las aguas de su lago nunca ha sido explorado; las mediciones científicas señalan 702 metros de profundidad. 
 
Karakol es el centro neurálgico de toda la zona. Una mezquita de arquitectura china, una catedral ortodoxa de madera, dashas (villas) de emigrantes rusos y ucranianos… edificios que reflejan la realidad multicultural de una población que no siempre convivió pacíficamente.
 

Los botes, baches y asfalto deteriorado que hay que sortear no ayudan mucho a avanzar. Son pocas jornadas las que nos quedan por Kirguistán y nos hemos propuesto encontrar un caravanserai del siglo XIX: Tash Rabat. Un manto amarillo a ambos lados de la rugosa y polvorienta pista es tan sólo animado por unos jinetes al galope que se acercan curiosos. La estrecha pista avanza encajada en una garganta que finalmente se abre en un valle. Estamos a 2.500 metros y el caravanserai, totalmente camuflado y aislado en medio de las colinas, aparece ante nosotros. El frío es terrible y el aullador hálito de las montañas nos corta la cara. Es imposible acampar ante esta lejana reliquia de un pasado ancestral de caravanas. Hemos de seguir avanzando para finalmente pedir cobijo en la casa de piedra de un lugareño y prepararse para cruzar la frontera.
 

En Kirguistán hemos encontrado un reducto fascinante de naturaleza virgen e historia que, si no se les va de las manos a los nuevos dirigentes, seguirá siendo el mayor paraíso natural de Asia Central. 

Los autores del artículo agradecen la ayuda prestada a: Ceuta, Mitsubishi, Catai Tours, Bridgestone, British Airways, Cepsa, Inmarsat Ibérica y Label.

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