Historia del turbocompresor

Desde su concepción a comienzos del siglo XX, el turbocompresor ha ido haciéndose un hueco cada vez más importante en la industria del automóvil, pasando de ser un aditamento mecánico para aumentar el rendimiento y la potencia de los motores a convertirse en un elemento clave en la disminución de las emisiones.


La aparición del turbocompresor es solo un poco posterior a la de los motores de combustión interna desarrollados por Gottlieb Daimler entre los años 1880 y 1890. Ya por entonces, los ingenieros de la industria del automóvil investigaban el modo de incrementar la potencia de los propulsores y reducir el consumo de combustible mediante la precompresión del aire de combustión, pero el gran avance lo daría el suizo Alfred J. Büchi a principios del siglo pasado, al ser el primero en tener la idea de aprovechar la energía de los gases de escape del motor para mover un compresor. Este pensamiento llevó al ingeniero helvético graduado con honores en el Colegio Cantonal de Tecnología de Zürich a patentar el primer compresor el 16 de noviembre de 1905.
El invento de Büchi ingresaba más aire al interior de los cilindros del motor y aumentaba su llenado, lo que, asociado a una mayor alimentación de combustible, producía un aumento notable de la potencia. Entre 1911 y 1914, el técnico suizo trabajó febrilmente con el compresor aplicado a mecánicas diésel, y en 1915 ya había avanzado lo suficiente como para registrar una patente que describe los principios de funcionamiento del turbocompresor y que son casi exactamente los mismos que conocemos en la actualidad.

No obstante, pese a que Büchi es el incuestionable inventor de la sobrealimentación, no debemos olvidar que tanto el propio Daimler como Louise Renault ya habían patentado con anterioridad sistemas de compresión del aire de admisión mecánicamente por el propio motor, pero hasta entonces nadie se había planteado extraer la energía necesaria «robándosela» a los gases de escape. 

Aviones, barcos,  trenes…

Las mejoras que ofrecía la apuesta del ingeniero suizo despertaron también el interés de los profesionales de otros ámbitos industriales, como la aeronáutica, el sector naval o el ferrocarril, que comienzan a emplearlo en sus respectivos aviones, barcos y trenes. Por ejemplo, la compañía estadounidense Murray-Willat fabricó el primer motor sobrealimentado de dos tiempos para un avión en 1910. Con él, se consiguió poner fin al problema de la reducción del rendimiento de los motores de los aviones por la disminución de la densidad de aire a grandes altitudes. Y en 1919, General Electric completó con éxito la integración de un turbo en el motor del biplano Liberty Lepere. Este desarrollo lograría elevar al avión hasta los 28.500 pies de altura (8.686 kilómetros), marca que fue batida consecutivamente en 1920 y 1921, cuando se alcanzaron los 33.000 (10.058 km) y 44.000 pies (13.411 km), respectivamente.

En 1923, el astillero alemán Vulkan encargó dos grandes buques de pasajeros, que debían ser movidos por sendos motores MAN sobrealimentados de cuatro tiempos y 10 cilindros. Alfred J. Büchi supervisó personalmente el diseño y construcción de sus turbos. Botadas en 1926, las dos embarcaciones fueron las primeras de la historia marítima en estar dotadas de esta tecnología. Un año más tarde, la firma Swiss Locomotive and Machine Works (SLM) encargó a una de las fundadoras de ABB, Brown Boveri, el motor turboalimentado VT402 para una de sus locomotoras, momento que supuso el estreno de esta tecnología en la industria del ferrocarril.


Impresionante motor ferroviario Fiat de 12 cilindros con un enorme turbocompresor en cada bancada. 

Entre medias de todos estos hitos, Alfred J. Büchi consiguió, en 1925, dar un paso de gigante en la evolución de su invento: mediante la aplicación de su turbocompresor a alto régimen, logró incrementar en más de un 40% la potencia de un motor diésel. Esto facilitaría la introducción gradual de la sobrealimentación en la industria. Tal fue el caso de la firma suiza Saurer, que inició la construcción en serie de camiones propulsados por mecánicas turbodiésel en 1938.

A pesar de que no será hasta 1962-1963 cuando el turbo llegue a los automóviles de producción en serie –en ese bienio, comienzan a construirse en cadena en Estados Unidos los Chevrolet Corvair Monza y Oldsmobile Jetfire turboalimentados–, las investigaciones acerca de la sobrealimentación aplicadas a los turismos avanzan de manera significativa. Por entonces, la Europa de la posguerra había sufrido un daño tremendo y, como los fabricantes de vehículos tenían muy complicado sortear la enorme carestía de la época, dirigieron el talento de sus ingenieros a lograr mejoras en materia de ahorro. Así, los coches tenían que ser baratos tanto a la hora de su adquisición como en los consumos que registraban en carretera. Países como Francia, por ejemplo, estipularon límites para la cilindrada máxima de los motores producidos en su territorio.

La competición impulsa el turbo

En los años posteriores, la situación económica del viejo continente mejora. Sin embargo, las rigurosas restricciones en la industria de la automoción se mantienen en diversos ámbitos. En el mundo de la competición, el afán por lograr que los modelos deportivos fueran más potentes sin saltarse por ello las reglas en cuanto al volumen interno de sus mecánicas conduce a las marcas a reforzar sus esfuerzos en la experimentación con tecnología nueva. De esta manera, los tradicionales motores con válvulas en culata y varillas de empuje dieron paso a los propulsores con árboles de levas en cabeza. Los técnicos trabajaron a toda marcha para que los motores pequeños fueran más rápidos, al tiempo que investigaban la manera de que los sistemas de alimentación de combustible fueran más eficientes.

Este objetivo se tradujo en la consecución de un nuevo avance: el antiguo carburador cedió terreno ante la llegada de nuevos sistemas de inyección de combustible. Paralelamente a esta innovación, el concepto «turbo» empieza a extenderse, y con él la oferta de numerosas compañías especializadas en su fabricación, como Garrett (Honeywell), KKK, Holset, IHI, MHI (Mitsubishi) y BorgWarner, entre otras.

El turbo llega a Europa

La alemana BMW fue la primera marca europea en utilizar el turbo en un vehículo de pasajeros producido en serie con la presentación en el Salón del Automóvil de Fráncfort (Alemania) de 1973 del modelo 2002. Su mecánica arrojaba 170 CV a 5.800 rpm, así como 240 Nm, y contribuyó a allanar el camino a una magnífica era del turbo en el mundo del automóvil. Por su parte, el gigante sueco Saab siguió el ejemplo del constructor germano y materializó su apuesta por esta aportación en su posterior serie 900, que fue una de las familias turbo más emblemáticas de su época. Pero quizás el caso más paradigmático sea el de Porsche, que presenta su primera generación del inmortal 911 Turbo en el Salón de París (Francia) de 1974. Con un motor bóxer de seis cilindros refrigerado por aire y una potencia máxima de 260 CV, alcanzaba los 250 km/h y aceleraba de cero a 100 km/h en 5,5 segundos. 

Un nuevo hito en la sobrealimentación para automóviles llegó en 1978, con la introducción del primer motor turbodiésel para un turismo. Se trataba del Mercedes-Benz 300 SD, que montaba un turbo fabricado por Garrett. A este, le siguió el Volkswagen Golf turbodiésel, en 1981. Treinta años después, no hay en el mercado ni un solo modelo diésel carente de turbocompresor.

Buena parte de la «moda turbo» que se produjo en la década de los años ochenta se debe a la alta competición. En 1979, tuvo lugar un hito en la historia de las carreras: el Renault RS10 conducido por Jean-Pierre Jabouille cruzó victorioso la meta del Gran Premio de Francia de Fórmula 1. El motor que hizo posible que el modelo de la marca del rombo se convirtiera en el primer vehículo de competición turboalimentado en ganar un Gran Premio fue el EF1 V6 twin-turbo (de Garrett) de 1,5 litros y transmisión de seis velocidades.

En la década de los 80, los fabricantes de todoterrenos lanzan al mercado sus primeras apuestas turboalimentadas: los Mitsubishi Montero y Nissan Patrol turbodiésel aparecen en 1983, mientras que Toyota lanza una versión turbo de su Land Cruiser 60 en 1984. El Range Rover Turbo D 2.4 se introdujo en el mercado en 1986, mientras que, en EE.UU., los pick up de Ford de la Serie F no llegarían a adoptar el turbo hasta los años 90.

El turbo en EE.UU.

Al otro lado del Atlántico, las cosas eran un poco diferentes. Tras la II Guerra Mundial, la economía estadounidense crecía rápidamente, el combustible no era caro y las carreteras eran más rectas y anchas. Esto significaba que los coches tenían mayores dimensiones y motores más grandes que sus homólogos europeos. Cada vez que a los ingenieros americanos se les pedía lograr mejores rendimientos, optaban por la ruta más sencilla: aumentar el volumen del motor. Incluso hoy en día, los grandes V8 de cinco o más litros con rudimentarios sistemas de distribución por varillas conviven con las mecánicas sobrealimentadas más modernas.

Tras la efímera presencia en el mercado norteamericano de los pioneros de la sobrealimentación fabricados en serie –Chevrolet Corvair Monza y Oldsmobile Jetfire–, consecuencia de la enorme inversión que supusieron y su escasa fiabilidad, la sobrealimentación vive una época de mayor aceptación en aplicaciones diésel comerciales después de la primera crisis del petróleo de 1973. Hasta entonces, las elevadas inversiones en el desarrollo de esta tecnología solo se veían compensadas por el ahorro de coste en el combustible, que era mínimo. Pero el aumento en las limitaciones de la normativa sobre emisiones a finales de los 80 derivó en un incremento del número de motores con turbo hasta el punto de que, por ejemplo, en la industria del vehículo pesado todos los camiones lo incorporan desde hace años.

En la década de los 90, las culatas multiválvula y el doble árbol de levas ofrecían rendimientos elevados sin la complicación de la sobrealimentación, por lo que tuvieron un gran éxito a la hora de lograr generosos niveles de potencia sin aumentos de cilindrada. En la actualidad, la culata multiválvula y la distribución variable son prácticamente un estándar, y la sobrealimentación se suma a esta tecnología en lugar de constituirse como alternativa.

Tampoco hay que olvidar el papel decisivo de la electrónica en la evolución de este ingenio. Los chips que permiten controlar la presión máxima de soplado o incluso la velocidad de rotación de las turbinas tienen un papel crucial a la hora de convertir al turbocompresor en un aliado para reducir el consumo de combustible y las emisiones a la vez que hacen posible elevar sustancialmente la potencia de los motores con una simple reprogramación.

Pero el verdadero auge de esta tecnología a partir de la primera década del nuevo siglo no se debe a las prestaciones ni a los consumos. Su papel como reductor de las emisiones contaminantes resulta crucial. La sensibilidad por la acción que la actividad humana tiene sobre el cambio climático ha conllevado la adopción de normativas muy exigentes sobre las emisiones contaminantes que en el caso de los motores diésel suponen, sí o sí, la adopción del turbocompresor, mientras que en el de los motores Otto pasan por drásticas reducciones de cilindrada que la sobrealimentación se encarga de compensar. Frente a los años 80, en los que el turbocompresor era sinónimo de potencia y prestaciones, en la actualidad se ha convertido en un componente más del motor.

Gottlieb Daimler (1834-1900)

Este ingeniero e inventor alemán nació en marzo de 1834 en Schorndorf (Württemberg). Con 18 años, dejó su trabajo como aprendiz en una empresa fabricante de carabinas y se matriculó en la Escuela Politécnica de Stuttgart. Ya graduado, trabajó en diversas empresas alemanas en las que fue adquiriendo experiencia en materia de motores, hasta ser designado en 1872 director técnico de la firma presidida por Nikolaus August Otto, el inventor del propulsor de cuatro tiempos. Una década después, apostó por fundar, junto con Wilhelm Maybach, su propia empresa dedicada a la construcción de motores de combustión interna. En 1885, patentó uno de los primeros propulsores capaces de impulsar un vehículo con cierta velocidad, y desarrolló el primer carburador que permitió el empleo de gasolina como combustible. Esta mecánica de combustión interna fue incorporada ese mismo año y, por primera vez, a una bicicleta; al año siguiente se aplicó a un vehículo de cuatro ruedas y, un año más tarde, a una embarcación. Pero su auténtico primer automóvil, dotado de motor refrigerado por agua y capacidad para cuatro pasajeros, fue presentado en el Salón del Automóvil de París de 1889.

Alfred J. Büchi (1879-1959)

Este ingeniero suizo estudió en el Instituto Federal Politécnico de Zürich, donde se graduó en 1903 antes de iniciar una serie de trabajos de ingeniería en Bélgica y Reino Unido. Fue en el transcurso de esta etapa cuando comenzó a experimentar con la tecnología de la sobrealimentación para mejorar la eficiencia del motor de combustión. Ya en 1905, patentó el ingenio por el que siempre será recordado: un compresor que se convertiría en el precedente del turbo actual. Al regresar a Suiza, ingresó en Sulzer, que abrió una planta para continuar la investigación con turbocompresores en 1911. Cuatro años más tarde, Büchi sacó adelante el primer prototipo de turbocompresor, pero no sería hasta 1925 cuando lograra materializar el éxito indiscutible de su apuesta: su aplicación en un motor diésel redundó en una mejora del 40% de su eficiencia.

Los primeros todoterreno con turbo

 

Las japonesas Mitsubishi y Toyota, junto con la británica Land Rover, han sido marcas pioneras en la historia de la sobrealimentación con sus respectivas ofertas todoterreneras. Así, la primera generación del Montero (6) –o Pajero, según el mercado- convirtió al modelo asiático en uno de los primeros 4×4 en incorporar, aparte de suspensión delantera independiente, motor diésel con turbo. En 1983, salieron al mercado dos ofertas sobrealimentadas del Montero: un 2.0 de gasolina y cuatro cilindros conocida como 2.0 Turbo o Turbo 2000 –dependiendo del país en el que se comercializara– y un 2.3 litros diésel –denominado 2.3 TD o 2300 DT–. También ese año comienza a venderse el Nissan Patrol SD33T turbodiésel, que, con 110 CV, alcanzaba los 110 km/h.

Dos años después, Toyota introduciría en su familia del Land Cruiser 60 una mecánica de inyección directa turbodiésel: la 4.0 L I6 12H-T. En cuanto a las marcas europeas, Land Rover apostó por la tecnología turbo en 1986 con la presentación de su Range Rover Turbo D con motor V4 2.4 e intercooler, fabricado en Italia por VM para el constructor británico. Rendía 112 CV a 4.200 rpm y 252 Nm de par a 2.400 rpm.

 

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