Comprobar los usos y costumbres de los conductores puede llevarnos de la risa al llanto en un simple parpadeo. Así, entre un semáforo y el siguiente descubrimos al joven que canta, palmotea sobre el volante y se agita convulsivamente en su asiento al ritmo de Estopa que suena atronador en su radioCD, sin preocuparse lo más mínimo de lo que piensan los que le observan con una sonrisa burlona desde el coche de al lado. También encontramos al personaje que, sin depender de sexo ni edad, explora enérgicamente en lo más profundo de su nariz en busca de algo escurridizo que parece no dejarse atrapar, sin reparar en la inexistente intimidad que le proporcionan los transparentes cristales de la ventanilla. O qué decir de mis congéneres del antaño llamado sexo débil que emplean los minutos perdidos en los atascos para maquillarse frente al diminuto espejo de cortesía del parasol, al tiempo que manejan con destreza su cepillo sobre un mechón de pelo rebelde. Menos preocupado de su estética encontramos al apacible jubilado que, ignorante de que su coche tiene calefacción y que no gasta luz ni gas al encenderla, conduce en invierno abrigado con un grueso abrigo de paño abrochado hasta el último botón, con el cuello protegido por una bufanda de cuadros -burberrys-, mientras que un sombrero de fieltro de corte tirolés calado hasta las cejas completa su impedimenta de conductor veterano. Pero, sin duda, el espécimen más inquietante de todos es aquél/aquélla que sin renunciar a la conducción, y con un desprecio absoluto al sentido común, pulsa con vertiginosa velocidad las diminutas teclas de su móvil elaborando un mensaje probablemente dirigido a otro descerebrado que lo leerá también mientras conduce.
Y es que al volante, cada uno de nosotros mostramos argumentos sobrados para documentar una tesis doctoral sobre el comportamiento humano. ¿Quién se anima a empezar a redactarla?