El jardín comunista
Kirguistán siempre fue un país de nómadas dedicados al pastoreo bovino y ovino. Durante el siglo XVIII fue parte del Imperio Chino, pero desde 1876, el Imperio de los Zares acabó absorbiéndola. La Revolución Rusa le sacudió con un nuevo cambio y acabó declarándolo republica soviética en 1936. El comunismo trató de transformar su forma de vida agrupándolos en granjas colectivas en los años 30 sin mucho éxito, pues los jefes kirguis se opusieron, aunque a muchos de ellos les costó la vida con las famosas purgas del «camarada Stalin». Desde entonces, se convirtió a la fuerza en un país agrícola y minero (carbón, oro y mercurio, principalmente). Pero aún así, corrió mejor suerte que sus maltratados vecinos. Los soviéticos lo convirtieron en su pequeño Edén. Mientras en Kazajstán su suelo y su cielo eran martirizados con infinitas pruebas nucleares y, junto con Uzbekistán, una misma generación comprobaba cómo se aniquilaba salvajemente el Mar de Aral, en Kirguistán hubo una especie de amnistía. Y así, 75 años después de la revolución, cuando obtuvo su Independencia en 1991, su naturaleza seguía conservando su magnificencia. Se libraron de la salvaje industrialización que se impuso en otras repúblicas y, aunque se levantaron algunas fabricas y centrales hidroeléctricas a lo largo del río Naryn, las montañas y las estepas de Kirguistán se respetaron.
El Lago Issyk Kul fue convertido en uno de los balnearios preferidos por los soviéticos. Aunque también fue usado por la Marina Soviética para realizar pruebas de torpedos de alta precisión lejos de las miradas de Occidente.
Su cadena montañosa, Tian-Shan o Montañas Celestiales, fue ya colocada en el mapa por militares zaristas y exploradores, como Semenov o el conde Nikolái Przhevasky, y es una de las menos exploradas del mundo. Sus propios habitantes la miran con temor, pues sus avalanchas, desprendimientos y cambios violentos del tiempo les suscitan un gran respeto.
Centauros de las estepas
Los kirguis forman un pueblo orgulloso, independiente y resistente. Algunas teorías apuntan que «kirguiz» significa «indestructible». Así han tenido que ser para conservar sus tradiciones a pesar de la bota opresora del comunismo soviético. Los caballos, que fueron sacrificados por miles en Kazajstán por sus propios dueños antes que los soviéticos tocaran una brizna de sus crines, permanecieron trotando por las estepas de Kirguistán arropados por los altísimos picos de la cordillera de Tian Shan. La carta de presentación de sus diestros jinetes es su peculiar sombrero. Los ak-kalpak, sombreros de fieltro o lana blanca con las alas ribeteadas de negro y vueltas hacia arriba, cubren sus cabezas como lo han hecho durante largos siglos de tradición. Sus rostros siguen descubriendo los rasgos de su mapa genealógico, que muestra sus orígenes más lejanos, cuando llegaron del sur de Siberia. Un dicho kirguis expresa claramente su modo de vida: «Mi hogar está alrededor de una hoguera y mis pastos alrededor de mis caballos». Sobre ellos desarrollan las más diversas actividades. Desde la caza con aves de presa que llevan sobre su puño hasta decenas de juegos que desarrollan a lomos de sus fieles compañeros. Uno de ellos es una especie de juego de polo, por el cual dos equipos de 10 ó12 personas persiguen la piel de una cabra para introducirla en un círculo. La lucha sobre caballos es otra tradición popular ; en ella, dos hombres desnudos de cintura para arriba luchan con un látigo que llevan entre los dientes, ganando aquel que consiga derribar al contrario. Otra antigua costumbre tribal es la de obtener esposa. De nuevo sobre el caballo, se persigue a la mujer elegida, que también galopa sobre otro equino, aunque este es mucho más rápido. Si a la mujer le interesa el hombre que la ha elegido, se dejará atrapar; si por el contrario no le gusta, se defenderá con un látigo para evitar que la rapte. Son muchos más los ejemplos que se pueden añadir respecto a las curisosas costumbres de aquel país, bastantes de ellos relacionados con los caballos. Y es que en Kirguistán hay tantos como personas (más de 4,5 millones). Es más, las tres primeras palabras que aprende a decir un bebé kirguis son papá, mamá y caballo. Normalmente, los niños empiezan a montar a caballo alrededor de los cinco años, y cuando lo hacen por primera vez, sus padres le organizan una ceremonia especial. Se cree que la leche de yegua que beben desde pequeños crea un vínculo entre ambos que les empujará a protegerlos como a su propia vida.
Oasis entre colosos
El Lago Issyk Kul ha sido desde hace varios siglos una parada obligada de las caravanas nómadas y de las tropas de conquistadores que se han aventurado por el Asia Central. Arropadas por la enigmática cordillera de Tian Shan y sus picos de más de 4.000 metros, sus aguas se encuentran a 1.600 metros sobre el nivel del mar. Pero sus 702 metros de profundidad nunca han podido ser conquistados. Estos datos nos podrían llevar a pensar que el lago se hiela durante los terribles inviernos que la acechan, pero no es así. Sus aguas salinas, la actividad termal y su extremada profundidad le han otorgado el apelativo de «lago cálido», que es lo que significa Issyk Kul. La orilla norte del lago es la que acoge mayor número de balnearios, ya que sus aguas llegan a alcanzar más de 20ºC de julio a octubre. Truchas de hasta 35 kilogramos pueden ser pescadas en el lago, y las famosas ovejas de Marco Polo todavía son posibles de ver por las montañas de los alrededores, que también sirve de hogar a los ya escasos leopardos de las nieves. El prestigioso explorador ruso Przhevalsky acabó sus días en un balneario del lago. Intentaba recuperarse del tifus que contrajo en una de sus expediciones. Durante su obligado reposo, preparaba una nueva expedición al Tibet cuando en 1888 le sorprendió la muerte. Un siglo después, los balnearios continuaban siendo uno de los rincones favoritos de los soviéticos hasta la caída de la Unión Soviética. Entonces fueron abandonados. Pero hay un nuevo resurgir, pues comienza a convertirse en un destino idóneo para los amantes del trekking y las bellezas naturales. Sugestivas historias no faltan.
Corazones errantes
Si buscamos un símbolo nacional que caracterice a Kirguistán, ése es, sin duda alguna, la yurta, la vivienda de los nómadas de Asia Central que les ha acompañado durante siglos en sus continuos desplazamientos. Esta estructura semiesférica que salpica el paisaje resiste la nieve y el viento por fuerte que éste sea, como así lo aseguran sus orgullosos dueños. Ellos también nos garantizan que necesitan para construirla 25 días, lo que les «asegura» disfrutar durante 25 años de su hogar errante.
La yurta es una tienda de fieltro redonda, montada sobre largueros de madera que están atados diagonalmente en cuadrícula, sin necesidad de clavos. En el centro de la yurta, en la cúpula, hay un agujero para que entre la luz y salga el humo. En días fríos o lluviosos, ese agujero se cierra firmemente con un pedazo de fieltro. Las paredes interiores están adornadas con esteras de paja.
En invierno, ponen dos o tres filas de esteras de paja a lo largo de las paredes y el espacio entre ellas se rellena con más paja, además de la lana de oveja que cubre las paredes. El secreto para aislarse del frío suelo y estar cómodo reside en el acondicionamiento del piso. Suele estar cubierto de esteras de junco, una gruesa capa de fieltro, pieles curtidas de yak, alfombras con motivos florales y mullidos edredones.
Las comidas, que si los hombres han tenido un buen día de caza puede tratarse de un rico asado de venado (ibex), están acompañadas del omnipresente vodka, vasos que gustan rellenar nada más apurar la última gota. Pero, antes de probar cualquier bocado, se toma un buen vaso de «kumiss», bebida elaborada con fermento de leche de yegua, densa y amarga, que no se bebe precisamente de un trago. En ocasiones, sobre nuestras cabezas, un cordel cruzará de un extremo a otro la yurta. De él colgarán gruesas piezas de carne muy roja y oscura secándose.
El exterior de la yurta se encuentra recubierto por una gruesa capa de fieltro blanco si se trata de una de lujo, pues el fieltro gris es para las más corrientes. Pero lo que más reconforta de ellas es la calurosa hospitalidad con la que seremos tratados por unos de los grupos nómadas más antiguos de la tierra.
Cada verano, a orillas del lago Sonkel, se concentran, como lo han hecho durante cientos de años, campamentos nómadas en busca de pastos tiernos para alimentar al ganado.
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