Ruta 4×4 por Nueva Zelanda (II)

Nuestras antípodas se pesentan como un escenario inmejorable para la práctica de deportes de aventura o para duisfrutar de su particular fauna y su cultura aborigen, si bien no conviene relajarse en exceso y tener cuidado pues los cacos suelen estar al acecho.


Cuando se aparca el 4×4

La prodigiosa naturaleza de Nueva Zelanda ofrece infinitas posibilidades para practicar cualquier «deporte» que te propongas y, si no es así… se lo inventan. En unas islas tan tranquilas se busca la excitación en todo tipo de actividades que conlleve riesgo para los huesos. El bungy-jumping consiste en arrojarse atado desde un puente por un cañón o precipicio (si repites el mismo día… ¡hay descuento!). En el bridge swinging, una variedad del anterior, atado de un cable te lanzan al vacío de un violento tironazo y te sumergen en el agua hasta que los intestinos revoloteen por tu cabeza y el cerebro se haya instalado en tus pies. Pero, para los más tradicionales el senderismo, los recorridos a caballo o las bicicletas de montaña serán una manera menos violenta de disfrutar de la naturaleza. Pero si de nuevo deseas correr más riesgos se pueden escalar los glaciares de Fox y Franz Joseph por fuera o… adentrándose por las cavidades más recónditas, es otra forma de sentir el frío hielo. Los ríos se pueden recorrer de las más variadas maneras desde la tranquilas canoas, al emocionante rafting o al vertiginoso jetboating que te dejará los pelos de punta (abstenerse ese día de ir a la peluquería). Y por supuesto: la pesca en el mar, lagos y ríos es una afición que atrae adeptos de todo el mundo. Y si se te ha ocurrido cualquier otra descabellada manera de sentir la naturaleza, seguro que en las antípodas puedes practicarla.

Encontramos Hobitton… y Mordor

Una de las informaciones más cuidadosamente camufladas por el Ministerio de Turismo de Nueva Zelanda es la escalada de robos en vehículos que se produce en ambas islas. Promocionada como la tierra perfecta, repleta de bellezas y seguridad, ocultan la imparable ascensión de robos por bandas organizadas de delincuentes itinerantes cuyo objetivo son los turistas que se creen en el paraíso. Las furgonetas-casa (campervan) y los vehículos de alquiler están siempre en su punto de mira. Dejar el vehículo en el centro mientras se visita una población o estacionarlo en el párking de cualquiera de los muchos Parques Nacionales pueden convertir el concepto del idílico Hobitton en el tenebroso Mordor al regresar y ver que el vehículo ha sido totalmente saqueado en un abrir y cerrar de ojos.

La policía, una de las más amables del mundo, es tan cordial como ineficaz, puesto que, aunque la cuantía del robo ascienda a más de 12.000 euros, se limitan a buscar inexistentes huellas (siempre usan guantes) y dan carpetazo al asunto en 24 horas… en espera de que otro día la banda cometa un error. Su actuación es como la de un futbolista que se limita a esperar que el balón le venga al pie en vez de ir a buscarlo. Su lucha contra los robos se limita a llenar los párkings de carteles que advierten de los cuantiosos robos que se producen pero… como el Ministerio de Turismo oculta dicha información en el exterior, uno se encuentra con esa realidad una vez que ha llegado. En cualquier lugar hay neozelandeses a quienes les han robado las radio-CD del coche o sus pertenencias del maletero al pararse a tomar un café o pernoctar en un motel.

Algunas compañías de alquiler de campervan, como la poderosa United, instalan en sus vehículos patéticas cajas fuertes de oferta que atornillan desde fuera a la madera del suelo. Un montaje que, tan torpe como ineficaz, facilita enormemente la labor a los ladrones, puesto que ya se encuentran agrupadas todas las pertenencias valiosas del viajero y, aunque las cabezas de los tornillos son cortadas, la caja fuerte es fácilmente desmontable con una simple llave grifa que se compra en cualquier ferretería. La United, muy preocupada por sus vehículos, reclamará hasta el último céntimo de un arañazo si se tiene tan sólo el seguro a terceros. Sin embargo, si el cliente es robado, poco menos que se le tratará de estúpido por haberse dejado robar. Las víctimas, como si se tratasen de perros con sarna, se convierten en una gran molestia de la que hay que deshacerse con premura, haciéndolas regresar calladitas a su país cuanto antes. Sin duda, un gran lastre para un país espectacular.
 

Raíces profundas

No hay nada que moleste más a los neozelandeses que les confundan o comparen con los australianos. Y no hay nada más fácil que caer en el error de pensar que la historia de los aborígenes australianos y los maoríes es la misma. Los maoríes son descendientes de navegantes polinesios que arribaron a la costa de la que hoy es conocida como Nueva Zelanda. Cuando llegaron los británicos, se encontraron con una sociedad más evolucionada, guerrera y estructurada que tuvo la consideración de «civilización». Los aborígenes australianos, anclados en la prehistoria, fueron considerados poco más que fauna autóctona. Tras muchos enfrentamientos, los maoríes se adaptaron e integraron a los usos y costumbres occidentales. En 1840 firmaron los maoríes y los «pakeha» (blancos) un acuerdo conocido como Tratado de Waitangi, por el cual los maoríes reconocían la soberanía británica y los británicos la propiedad de los maoríes sobre las tierras. Resultado: ambas comunidades hacen una lectura muy diferente de lo que firmaron sus ancestros, lo que les lleva hoy en día a tensos enfrentamientos, sobre todo por la intensa actividad de movimientos nacionalistas que comienza a perturbar la tradicional pacífica convivencia entre ambas comunidades.

 

Ángeles y demonios

Las islas neozelandesas fueron durante siglos un paraíso para las aves; no existía mamífero alguno que amenazara su existencia. Pero su dominio se transformó con la llegada de los maoríes allá por el año 1000 d.C. a bordo de sus barcazas, dentro de las cuales había perros y ratas que fueron introducidos en las islas. El tierno kiwi (en la imagen), especie autóctona de delicada naturaleza, comenzó a verse amenazado. Esa entrañable bolita de plumas con pico no puede volar y es incapaz de defenderse reduciendo su actividad a las horas nocturnas. Sus plumas eran sumamente apreciadas por los maoríes, que los cazaban para hacerse con ellos capas y abrigos. Hoy en día está en peligro de extinción. Pero la segunda gran colonización se produjo con la llegada de los británicos. Entre los muchos animales que introdujeron se encuentra la zarigüella australiana, que se escapaba de las granjas peleteras y en la actualidad se ha convertido en una plaga (cerca de 70 millones). Su apariencia tierna y simpática esconde a un insaciable comilón que trae de cabeza a la flora, fauna autóctona menor y a conductores. Los pingüinos, con una variedad sorprendente, son otros de los muchos inquilinos que albergan estas prodigiosas islas junto a sus más voluminosos convecinos, los lobos y elefantes marinos, que pueden congregar colonias de cientos de individuos de apacible existencia. Y, por supuesto, los reyes y príncipes de los océanos: las ballenas y los delfines.

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