Viaje 4×4 por Uruguay

Tras un periplo por Argentina, nos adentramos en Uruguay, el segundo país más pequeño de Suramérica, para recorrerlo a bordo de una Renault Oroch y conocer a sus gentes, su cultura y sus paisajes.


«Bienvenidos a Uruguay» nos espeta con una sonrisa de oreja a oreja el responsable de Aduanas, mientras cruzamos por delante de su garita tras desembarcar del ferry «rápido» de Buquebús que, en una cómoda y veloz singladura de noventa minutos, nos ha traído desde Buenos Aires.

Y tiene su mérito, porque son las 11 de la noche, hora de estar pensando en descansar. Pero este gran hombre todavía está aquí, al pie del cañón, cumpliendo con su deber y encima con una sonrisa de oreja a oreja. Un muy buen principio para nuestro viaje por el segundo país más pequeño del cono sur (tras Surinam).

Y en estos momentos en nuestro interior sentimos un profundo alivio. Problemas burocráticos para abandonar Argentina con el Renault Oroch (4×2) de pruebas de Renault Argentina nos dejaron varados dos días en Puerto Madero (Buenos Aires) y sólo tras una autorización de cesión del vehículo ante escribano (notario) por su legítimo propietario, pudimos embarcar hacia Uruguay.

Tras un reparador sueño en el Hotel Dazzler Colonia, frente a la playa urbana, empezamos nuestra ruta en Colonia del Sacramento, la coqueta ciudad a orillas del Río de la Plata fundada por los portugueses en 1680 y cuyo casco antiguo ha sido reconocido como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. El calor, junto con la humedad del río, resultan pegajosos e incómodos, pero la atmósfera mágica que recorre esta ciudad te lleva en volandas por sus arboladas calles, mientras tu mente se evade con historias de aventureros y los tiempos de la conquista.

Colonia del Sacramento.

Uruguay es el territorio fronterizo que sufrió el choque entre los dos grandes imperios de la edad moderna y fue cambiando alternativamente de manos entre España y Portugal, hasta fijar definitivamente sus fronteras en el Tratado de Madrid (1750). Del mismo modo hoy día el pequeño país suramericano sirve de tampón y filtro de influencia entre dos grandes potencias de la zona como son Argentina y Brasil y ha sabido manejar y sacar provecho de esta situación.

Uruguay: datos prácticos del país

En Colonia se respira tranquilidad y sus agradables alamedas arboladas invitan a pasear y dejar que la vida y el tiempo fluyan tranquilamente. Caminar por sus estrechas calles, pisando el empedrado original de origen portugués y entre casas bajas de piedra construidas hace más de tres siglos es un gran momento. Aunque todavía vive gente en este barrio histórico, los restaurantes y tiendas de recuerdos para el visitante están ganando terreno. Afortunadamente estos nuevos negocios están decorados con gusto exquisito ofreciendo manualidades y productos originales de la región, lejos del «todo a cien», o baratijas chinas de otros lugares. Nuestra impresión es que aquí la gente es sosegada en sus ademanes, más cercana en el trato con el viajero y un poco más humilde en las formas que sus vecinos argentinos. Sólo hay bullicio en la zona del puerto cuando atracan los ferries que la conectan con Buenos Aires y por donde desembarcan en tropel la mayoría de los visitantes.

En el puerto nos encontramos con Anne y Fredéric, dos suizos que están terminando un viaje de dos años por Suramérica en una VW T4 Syncro camperizada. Van de regreso hacia Montevideo, para embarcar su furgo en el gigantesco Ro-Ro de Grimaldi Lines con destino a Amberes (Bélgica). Por cierto, nos cuentan que viajarán en el propio barco, donde tienen reservado un sencillo, pero cómodo camarote y comida de rancho, la misma que la tripulación. La travesía del Atlántico no es ninguna tontería y dura entre 30 y 50 días, en función de las condiciones del océano. Buen relax después de su emocionante viaje.

Nos gustó también la visita al edificio del faro (s. XIX), en medio de las ruinas del convento de S. Francisco. Tienes que remontar una larguísima y estrecha escalera de caracol para acceder a su piso superior, junto a la lente, desde donde se divisa una buena panorámica del casco antiguo de Colonia, del Río de la Plata y de noche, con la atmósfera más limpia, del gran Buenos Aires (a sólo 62 km en línea recta). Sorprendentemente está inmensa corriente de agua que les separa (el río de la Plata) es agua dulce, con un típico color pardo y turbio como consecuencia de la gran cantidad de sedimentos que arrastra. Con más de 200 km de lado a lado en su parte más ancha, el Río de la Plata es el mayor estuario del mundo y suma las aguas de dos caudalosos ríos, el Uruguay (que da nombre al país) y el río Paraná, que a su vez recogen agua de otros afluentes con abundante caudal. Te recomendamos que busques en internet una vista aérea de este lugar, porque te aseguramos que desde el aire esta enorme cantidad de agua dulce parduzca impresiona en su contraste con el azul del agua del mar en la desembocadura. La costa del Río de la Plata será nuestra compañera de viaje los próximos días, hasta más allá de Montevideo.

Pero no adelantemos acontecimientos, porque antes visitamos el Real de San Carlos, un faraónico proyecto que un multimillonario argentino acometió a principios del s. XX.

Plaza de Toros de El Real de San Carlos

A sólo cuatro kilómetros de Colonia, contaba con un lujoso casino, frontón de pelota vasca, hipódromo y una enorme plaza de toros (diez mil asientos), la única en un país con escasa afición taurina. La inauguración fue por todo lo alto en enero de 1910, con toros y toreros llevados desde España y acaudalados espectadores de la vecina Buenos Aires y Montevideo, pero el proyecto duró poco (dos años) y sólo se celebraron ocho corridas oficiales antes de su cierre. En un triste y abandonado escenario actualmente sólo quedan la oxidada estructura de acero y partes del perímetro exterior, en prefabricado de hormigón estilo mudéjar. De todo este complejo turístico, hoy en día sólo se utiliza (y poco) el hipódromo. Al lado hay un camping para autocaravanas bien arbolado y una magnífica playa, donde disfrutamos de un buen baño.

Cómo trasladar tu propio coche para viajar por Suramérica

Seguimos nuestro viaje hacia el este a lo largo de la costa, atravesando playas tranquilas y solitarias. Evitando en lo posible la ruta principal (ruta 1), cruzamos pequeñas y coquetas urbanizaciones, lugares ideales para apartarse del mundo y disfrutar de la vida sosegada, siempre con el omnipresente Río de la Plata a nuestra derecha. Si esperas un país «barato», Uruguay, y muy especialmente la costa, no es tu destino. El combustible está más caro que en España (1,52 €/litro) y los hoteles difícilmente bajan de 80 €. por noche. Los coches y motos chinas están por todos los sitios y el parque móvil goza en general de buena salud. Eso sí, en muchos pueblos y en las ciudades se pueden ver aparcados viejos coches europeos de buenas marcas, como si estuvieran esperando su reconstrucción.

Montevideo, la capital

Así como la gran metrópoli de Buenos Aires vive completamente de espaldas al mar (Río de la Plata), su homónima uruguaya es todo lo contrario. La Rambla, símbolo de la ciudad, recorre durante más de veinte kilómetros todo el frente marítimo de la bahía, está bordeada por numerosas playas y convierte a Montevideo en una ciudad abierta, con vistas permanentes al Río de la Plata y con atmósfera limpia y ventilada (el viento sopla de lo lindo). La ciudad hierve de actividad y la costanera está recorrida permanentemente por paseantes, runners, ciclistas y demás aficionados al deporte urbano, que disponen aquí de un escenario ideal, fresco y aireado, para disfrutar de su afición. Al atardecer, sus verdes jardines son tomados por una multitud que, sentada sobre la hierba y con un termo de agua caliente en la mano, se relaja y disfruta de la mayor pasión uruguaya, tomar el mate. La infusión de yerba mate, elevada a categoría de bebida nacional y siempre rodeados de amigos, con una buena charla de por medio es una constante en todo el país.

Plaza de la Independencia, Montevideo.

Como en la mayoría de las capitales suramericanas el centro de la ciudad homenajea al prócer que lideró la separación de la corona española y en este caso la estatua ecuestre del General Artigas preside la Plaza de la Independencia, con un mausoleo en la parte inferior. El lugar resulta desproporcionado y un poco agobiante, rodeado por altos edificios, algunos de escaso gusto, que contrastan con bellos ejemplares de art-decó, como el Palacio Salvo, emblema de la ciudad y que, inaugurado en 1928, fue en su momento el edificio más alto de Suramérica.

Entre carteles de los futbolistas más famosos del país anunciando todo tipo de productos de consumo, damos un paseo por la ciudad vieja, que nos lleva irremediablemente al Mercado del Puerto, un rincón turístico con personalidad y lleno de restaurantes y vida urbana. Si puedes evitar los días más calurosos del verano austral harás bien, pues la humedad y el calor forman aquí una mezcla muy incómoda para el viajero. En nuestro caso también visitamos el museo de Los Andes, un pequeño pero emocionante lugar donde rinden tributo a los héroes del avión uruguayo que se estrelló en la cordillera en octubre de 1972, conocido mundialmente como «La tragedia de los Andes».

La hazaña de los supervivientes (jugadores del equipo de rugby Old Christians de esta ciudad) tuvo repercusiones planetarias, especialmente entre la prensa sensacionalista de la época, tras reconocer que habían recurrido a la antropofagia para sobrevivir sin equipamiento, ni provisiones en Los Andes (a casi 4.000 m. de altitud y con temperaturas de hasta -40º C). Personalmente fue un tema que me impactó en su momento y del que se publicaron varios libros, el más conocido con el título «Viven». El museo está dedicado a la memoria de los fallecidos, recoge muestras y objetos personales de los protagonistas y cuenta paso a paso la historia del agónico rescate con mapas, objetos y fotografías.

Nuestro viaje continúa por la costa hacia el este, el corazón turístico del país. Siempre con el Río de la Plata como reclamo, han surgido ciudades como Atlántida, Piriápolis (un remedo de Torremolinos) y, sobre todo la más popular y conocida, Punta del Este.

Punta del Este

Ubicada en el extremo de una privilegiada península orientada al suroeste, en «Punta», como se llama cordialmente a la ciudad, puedes observar el amanecer en la playa Brava (frente al Atlántico) y por la tarde, darte un baño en el extremo opuesto (Playa Mansa), disfrutando de un fabuloso atardecer sobre el Río de la Plata.

Con fama de elegante y elitista Punta del Este acoge en el verano austral a las clases más pudientes y a gran parte del famoseo de los países vecinos, que, o bien se alojan en los hoteles más sibaritas, o disponen de «casoplón» en alguna de las elegantes urbanizaciones, limpias y con amplias calles arboladas. La ciudad está bien surtida de restaurantes, tiendas y lujosos «Shoppings» (centros comerciales). Nos gustó el News Café, que ofrece ricas tartas de limón, buen café (¡10 euros!) y una terraza agradable para el descanso. Pero personalmente esperábamos en Punta algo más que postureo, precios caros y cemento. Hasta se promociona una nueva y muy ostentosa «Torre Trump» cuya construcción afronta la fase final. Durante nuestros días en la ciudad pudimos presenciar los entrenamientos de la Fórmula E, el nuevo campeonato para monoplazas eléctricos, que estrenaron el circuito urbano trazado por el centro de la ciudad. También pudimos subir a una lancha para acercarnos a la cercana Isla de Lobos y visitar la mayor colonia de leones marinos (nos contaron que había más de 180.000 ejemplares) de Suramérica. En algunas épocas del año también se pueden avistar ejemplares de ballena franca austral, pero no fue así en nuestro caso. El mar estaba muy picado, en este punto se juntan las aguas del océano con las del Río de la Plata, y todavía siento náuseas al escribir estas líneas.

Mucho más acogedor y natural, la Barra de Punta del Este (unos 30 km hacia el norte) recibe al viajero sin tanta opulencia y con una atmósfera más relajada. Allí visitamos a nuestros amigos del taller La Biela Motor Company, con sucursal en Alcobendas (Madrid) y que, como buenos apasionados de las motos, sus trucajes y personalización, nos enseñaron parte de su colección de motos históricas. Cruzamos pueblos entre pinares y urbanizaciones más modestas, con largas playas de fina arena, para entrar en lo que para nosotros fue la parte más bonita de la costa. Pueblos deliciosos como Faro José Ignacio, reconfortan al viajero después de los excesos de Punta. Este lugar se ha puesto recientemente de moda y junto al faro que le da nombre, su preciosa playa invita al paseo y al descanso. Hay alojamientos coquetos y bien situados, pero no bajan de los 100 euros por noche.

A través de amplias pistas de balastro (grava) atravesamos La Paloma y La Pedrera, con ambiente playero y gente más relajada. Mochileros, rastafaris y surfistas se disputan este trozo de litoral, salpicado de majestuosos faros sobre los arrecifes, en un ambiente relajado y cosmopolita.

Cabo Polonio es una reserva natural que sólo se puede visitar caminando (unos 10 km), en carro de caballos, o sobre un camión todoterreno desde su centro de visitantes. Encaramados a un viejo Uro 4×4 fabricado hace muchos años en Santiago de Compostela, recorremos caminos arenosos entre pinos, hasta llegar a la playa. Las dunas llegan prácticamente hasta el mar y rodamos un buen rato por la arena hasta llegar al pequeño núcleo urbano situado en el cabo propiamente dicho y junto al faro (monumento histórico) que le da nombre.

Vehículos para turistas en Cabo Polonio.

Un corto paseo nos permite pasar junto a una colonia de leones marinos, de los que (según nos cuenta el guía) la mayoría son machos, perdedores en las peleas por las hembras, (tocan hasta seis por cabeza) de la gran colonia que vive en las pequeñas islas Torres, justo frente a nuestros ojos. A la hora de la comida en un chiringuito de la playa nos ofrecen buñuelos de algas, sabrosos camarones (gambas) y como plato fuerte, pescado a la colombiana, que nosotros diríamos que era autentica paella valenciana.

Lo que antaño era una aldea de pescadores y artesanos, ahora se ha convertido en lugar turístico (moderado), con buscavidas y aventureros intentando una vida «alternativa» lejos de los focos. Si tienes buena forma física puedes trepar a las dunas más altas (hasta 30 m) para disfrutar de un maravilloso amanecer frente al Atlántico. Las opciones de hospedaje son modestas y limitadas, aunque nada baratas (parece que se aprovechan de la falta de oferta y exceso de demanda) pero, aun así, Cabo Polonio representó una agradable sorpresa en nuestro viaje. Sólo dispone de electricidad producida mediante aerogeneradores o paneles solares, no hay alumbrado público y durante la noche la contaminación lumínica resulta escasa lo que permite observar un extraordinario firmamento estrellado. El conocido cantante uruguayo Jorge Drexler le ha dedicado una canción «Doce segundos de oscuridad», que es el intervalo que tarda la lente del faro Polonio en dar su vuelta completa y que, durante la noche, es el único rayo luminoso que rasga el paisaje.

Un poco más hacia el norte, en el siguiente desvío de la ruta principal 9, la cercana Punta del Diablo resulta accesible por carretera y tiene mucho más ambiente. También era una aldea de pescadores, pero ahora ha crecido notablemente, volcada en el turismo. Afortunadamente el viajero todavía percibe esa sensación de zona poco trillada y por descubrir que impera en esta parte de la costa norte de Uruguay. En la Posada de la Viuda encontramos alojamiento sencillo, pero cómodo y conocemos a Francisco, un argentino de Buenos Aires que, junto con Ilse, su novia alemana, trabajan aquí temporalmente, a cambio de un salario, más el alojamiento y la manutención. De este modo pueden costearse las etapas de su gran viaje por Suramérica.

Asado en la Posada de la Viuda.

Mientras encienden la parrilla para la cena (una ceremonia importante y solemne en Uruguay) nos invitan al asado (barbacoa), pero debemos aportar nuestra propia carne. Una rápida excursión a la carnicería del pueblo para comprar asado de tira y entraña (nuestros cortes de carne preferidos), nos permite degustar una sabrosa cena y, lo que es mejor, una agradable velada, con interminable charla frente al fuego.

A la mañana siguiente visitamos la playa del Diablo, plagada de mochileros, turistas y surferos (wind y kite), que disfrutan de olas realmente bravas. En medio de una urbanización destartalada y un tanto caótica con calles de arena, destaca la primera línea de playa, plagada de alojamientos, negocios de recuerdos, sombrillas, bares y escuelas de surf. Transitada y agradable (fuera de temporada, en diciembre y enero es una locura), aquí encontramos a Jean y Marie, una pareja de Burdeos, de viaje por Suramérica a bordo de un bien preparado Land Cruiser 120, con tienda de campaña en el techo. «Ça va bien, très bien» nos saludan con una sonrisa de oreja a oreja. Y luego en un español básico comentan que llevan varios días acampados en la playa y nos detallan el recorrido que han realizado. Por su cara de satisfacción y tranquilidad, no parece que tenga prisa por regresar a Europa€

La represa (presa) de Salto Grande en Uruguay

Como experiencia única, en algunos chiringuitos te ofrecen al anochecer la «copa cannábica», una especie de «cata» de las distintas variedades de marihuana permitidas en el país. Uruguay tiene la legislación más avanzada en esta materia y se permite cultivar hasta seis plantas para autoconsumo, o fumar en clubes autorizados (como los que hay aquí en la playa). Parece ser la marihuana también está disponible en las farmacias para uso terapéutico. La playa ofrece gran ambiente nocturno, con música en directo, baile y gran jolgorio, que comienza bien entrada la medianoche, pero que se prolonga hasta el amanecer.

Chuy, territorio fronterizo

Pero antes de llegar a esta población lindante con Brasil, nos acercamos al Parque Nacional de Santa Teresa, con enormes playas pero, sobre todo, para visitar la Fortaleza del mismo nombre, cuya construcción fue comenzada por los portugueses a mediados del s. XVIII y concluida al colosal tamaño actual por los españoles. Tras muchos años de declive y abandono, el recinto ha sido reconstruido con esmero y convertido en Museo, siendo una de las pocas construcciones visitables de la colonización española. Nos gustó mucho su emplazamiento, rodeado de dunas y en un paraje realmente cautivador, salpicado de lagunas, con todo tipo de aves y arena.

Fuerte San Miguel.

La agitada ciudad fronteriza de Chuy es paso obligado para entrar en Brasil. Los grandes almacenes, aquí llamados «shoppings» (algunos libres de impuestos), se suceden a lo largo de la «Avenida Internacional», la bulliciosa vía que marca el límite territorial. La ciudad, a caballo entre ambos países, está llena de vida y ajetreo, pero resulta escasamente interesante para el viajero, a no ser que necesites hacer acopio de víveres, recambios, o reparar el vehículo. Chuy, como típica población fronteriza, no es más que un inmenso mercado al aire libre, sin encanto, sucio, atropellado y con poco atractivo. En la cafetería Don Quijote, fuimos invitados a marcharnos con quejas destempladas cuando protestamos por la mala calidad del café, una constante en todo el país.

Muy cerca de esta población y prácticamente sobre la actual frontera, el modesto y entrañable Fuerte San Miguel, otra reminiscencia defensiva de la conquista española en el s. XVIII, sí que nos sorprendió gratamente. La construcción es pequeña, pero resulta humana, acogedora y está muy bien restaurada, con pequeñas exposiciones que reproducen la dura vida de sus moradores, sus costumbres y alimentación. Así nos enteramos de que los días de pescado («cinco onzas de bacalao» en salazón) eran los miércoles y los lunes. Otra sala expone una colección de uniformes militares de la época colonial. Desde su atalaya defensiva, a 35 metros de altitud sobre el nivel del mar, se divisa un vasto territorio, con el arroyo San Miguel a nuestros pies, que marca la frontera con Brasil.

El otro Uruguay

A partir de Chuy recorremos el norte del país, a lo largo de la frontera con Brasil, aunque en realidad, parece que entramos en otro mundo. Ya no hay turistas, tampoco trotamundos, ni pseudohippies, sólo pequeñas poblaciones, separadas por grandes extensiones de campo ondulado, con algunos árboles, pero cubierto de pastos, miles de cabezas de ganado vacuno y también algunos caballos. En uno de los tambos (granjas) asistimos al parto de una yegua y a un traslado de reses, con los cuidadores a caballo portando largas varas, dando gritos al ganado y con la inestimable ayuda de los perros para manejar el ganado. Trabajo duro, abnegado, a menudo de sol a sol, pero relajado y tranquilo para estos habitantes que, alejados de la vorágine de la actualidad, mantienen viva la herencia de la vida tradicional por estas latitudes.

Balsa La Quemada.

Una parada en Cebollati para reponer fuerzas, nos descubre otra escala de precios, la de la vida real en una pequeña población del Uruguay profundo. El menú a base de milanesas (filete empanado) con jamón y queso nos cuesta un tercio de los precios que hemos pagado en la costa y además resulta mucho más abundante. Somos los únicos forasteros en este lugar y algunos vecinos, cercanos y cariñosos, se interesan por nuestro viaje y procedencia. Nada que ver con el trato que nos dieron en la apresurada Chuy. Don Pascual, uno de nuestros tertulianos, ha escuchado con atención la conversación y al final nos explica en detalle un atajo para seguir nuestro camino, a través de una pista de balastro (grava) que atraviesa un enorme y desperdigado palmeral. Así llegamos a la Balsa La Quemada, un servicio municipal de transbordador para cruzar el caudaloso rio Cebollati. La balsa es gratuita y el trato del personal, exquisito, para disfrutar una corta travesía de diez minutos, en un paraje bellísimo. Uno de los mejores momentos del viaje.

El Museo de la Revolución Industrial en Fray Bentos

Tras una breve parada para café (con tarta de limón) en Treinta y Tres, un largo tramo de pista de 25 kilómetros (bastante roto) nos acerca a la Quebrada de los Cuervos, nuestro siguiente destino. Este profundo y exuberante cañón es una importante anomalía geológica en un territorio prácticamente llano, está dentro de un Área Protegida (hay que pagar una pequeña entrada) y dispone de preciosas sendas para adentrarse en sus profundidades. Si no te gustan las caminatas, un corto paseo te lleva al mirador, donde ya se divisa una imponente panorámica. Pero si tienes buenas piernas y no te dan miedo los senderos más empinados y realmente abruptos, puede disfrutar de su particular microclima, con plantas, animales salvajes (nos cruzamos con varias cabras montesas y una gran culebra) y una muy agradable cascada.

Aunque el lugar es muy conocido y su visita se recomienda en todas las guías de viaje, llegamos un día de diario por la tarde e hicimos el recorrido completamente solos. El guardaparques, D. Manuel, nos atendió con toda la calma del mundo, desgranando pausadamente sus explicaciones, advertencias y consejos para la visita. D. Manuel no tiene ninguna prisa, pues reside diez días aquí, en el centro de visitantes y luego descansa otros tantos en su casa de Melo (a 90 km). Sin cobertura de telefonía móvil y con un silencio sobrecogedor, la sensación de paz y tranquilidad de este paraje nos llenaron de energía positiva para continuar nuestro periplo.

Muflones en la Quebrada de los Cuervos.

La última jornada nos lleva a Tacuarembó, la población donde dicen que nació el dios del tango, Carlos Gardel, atravesando una sucesión de llanuras, pampas verdes y vacas, muchas vacas. De cuando en cuando nos cruzamos con algún gaucho, marchando ágil y señorial sobre su esbelto caballo y vestido con su típico pantalón o «bombacho» por dentro de las botas de media caña. En la Plaza 19 de abril de Tacuarembó, en el café «La Sombrilla», reponemos fuerzas con unos apetitosos chivitos, el bocata uruguayo por excelencia. Preparado con gran solemnidad, esta bomba energética contiene, entre dos mitades de pan, unos filetes de lomo, varias lonchas de beicon y queso (que se derrite sobre el beicon caliente), huevo frito, hojas de lechuga y varias rodajas de tomate. ¡Cómo para quedarse con hambre! Aquí apenas llegan turistas y somos el centro de la charla con los parroquianos, todos sin excepción con su mate en la mano. Sin ninguna prisa por terminar la plática, dan continuos sorbos a la «bombilla», (la pajita o tubo con el que sorben la infusión), mientras indagan sobre nuestro viaje y, sobre todo, nuestra opinión sobre su país. Y cuando se acaba el mate… añaden agua caliente y continúa la conversación

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