Cuando nació, en una fábrica desaparecida hace ya años, los plásticos estaban en pañales, y el tacto metálico era el rey. Conceptos como confort o ergonomía no habían empezado apenas a desarrollarse, y los coches servían para desplazar personas y mercancías; sin más. En nuestro caso, además, se disponía de tracción a las cuatro ruedas y una gama de velocidades muy cortas que permitían avanzar al vehículo por los pocos kilómetros asfaltados de la época y por los caminos de carros con cierta soltura. En aquellos años, el concepto del tiempo era relativo, y lo importante era llegar.
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En este contexto, el Santana que nos ocupa se movía muy bien. Su velocidad de crucero, entre 40 y 60 kilómetros por hora, permitía el uso de la dirección directa, no asistida, y contener el vehículo con sus cuatro frenos de tambor.
En cuanto a la suspensión, sus duras ballestas proporcionaban una tracción muy precaria en vacío. Con el vehículo a media carga, mejoraba algo el tema, y a vehículo cargado los frenos, la dirección y el propulsor dejaban las prestaciones de nuevo en precarias. Hablar de ajustes carece de sentido, y el hecho de disponer de calefacción era ya todo un lujo.
Su motor diésel es de inyección indirecta. Su temperamento es muy tranquilo, y su rumorosidad no invita a subirlo de vueltas. El cambio es muy lento y metálico. Por su parte, los frenos son tan poco potentes que requieren un tiempo de adaptación. En cuanto a la dirección, hay que hacerse a ella, mover el volante cuando el vehículo se mueve y no intentar corregir la trayectoria constantemente.
Dicho todo esto, conducir un vehículo nacido hace medio siglo es todo un placer. Hay que adaptarse a sus tiempos, y poco a poco iremos sacándole el gusto a rodar con él. En campo y en carreteras de tercer orden, donde la velocidad no es determinante, es donde más disfrutaremos con sus cuatro palancas. Y, sin embargo, nuestra habilidad al volante marca la diferencia en superar o no un determinado obstáculo.
Cuando el tiempo lo permita, este veterano puede descapotarse, permitiéndonos disfrutar del aire libre en su máxima dimensión. Evidentemente, se trata de un vehículo de colección; conseguir una unidad no es fácil. Si encuentras alguno, lo más probable es que haya tenido una vida dura, que lleve tiempo parado y que tengas que someterlo a un completo proceso de restauración, en cuyo caso lo mejor es que lo pongas en marcha tú mismo.
Cronología del Land Rover Santana Serie IIA
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1954. Un grupo de empresarios jienenses comienza la fabricación de maquinaria agrícola.
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1955. Se funda en Linares (Jaén) la empresa “Metalúrgica de Santa Ana”. Nombre procedente de la finca donde se asienta la nueva empresa.
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1958. Coincidiendo con el décimo aniversario de Land Rover, ruedan por las cercanías de Linares los primeros Serie II fabricados en Jaén. El 75 % de las piezas era de procedencia española. Las mecánicas que incorporaban eran un 2,0 litros diésel y un 2,2 gasolina.
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1959. Se inicia la comercialización de los Land Rover Santana.
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1961. Land Rover introduce un motor diésel de 2,25 litros. La nacionalización de piezas alcanza el 95 %.
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1962. Comienzan a fabricarse las primeras unidades de la Serie IIA, que incluye la mecánica diésel de 2,25 litros.
Mejoras en campo
Todo es posible en un Santana. Pero, con tenerlo a punto, podremos disfrutar del Santana como un auténtico clásico. A pesar de sus limitaciones, podremos disfrutar conduciendo como al principio de los tiempos de la automoción; poca mecánica y mucha habilidad al volante.