Welcome to Pakistan! Milk tea? Al poco tenemos entre nuestras manos una humeante taza de té con leche ofrecida por los aduaneros pakistaníes y tantas sonrisas como rostros pendientes de nosotros. Siempre han sido así nuestras cinco entradas por tierra en Pakistán. La primera vez, en 1992, los injustos tópicos sobre este país se desmoronaron en 30 segundos, es el tiempo que se tarda en sentir el calor de sus corazones y una hospitalidad sin límites que convierten al visitante en huésped de honor como en ningún otro país. Pero para disfrutarlo hay que recorrerlo así, en 4×4. Los afortunados que dispongan de dos meses pueden ir y regresar sin problemas a través de Turquía e Irán con su propio todoterreno equipado. Los que dispongan de menos tiempo pueden trasladarse a Pakistán desde varias ciudades europeas con las líneas aéreas PIA y alquilar un todoterreno a la llegada para dirigirse directamente al Himalaya, el área más segura y fascinante de este país.
La frontera más alta del mundo
Hoy estrenamos una nueva frontera. Nuestro Mitsubishi Montero ha superado todos los obstáculos desde España a través de la imprevisible Asia Central y nos ha llevado al paso fronterizo público más alto del mundo. El gélido viento se clava en nosotros anunciándonos la cercanía del invierno y nos recuerda sin remilgos los 4.732 metros de altitud del paso de Khunjerab, la única frontera natural con el gigante vecino del norte: China. A nuestro alrededor, el coloso más impresionante del planeta: el Himalaya. A nuestros pies, los ríos Indo, Hunza, Gilgit, Shyok… la sangre de este prestigioso y temido coloso de las alturas. Su potente sabia a veces fluye como una suave y melosa caricia para acto seguido convertirse en un violento y arrasador zarpazo. Estos cuchillos acuíferos han conseguido desgarrar las carnes del Himalaya y crear increíbles valles paradisíacos, auténticos Shangri-La para refugiarse del mundo, dejarnos acunar por la suntuosa naturaleza y disfrutar de la inexistencia del tiempo allí donde el agua ha creado Edenes intemporales. Cicatrices líquidas entre cabezas altivas, alzando la vista nos encontraremos con gigantes rocosos de puntiagudos sombreros blancos que arañan el cielo. Así se nos aparece el K-2 con sus 8.611 metros de altura y segundo pico más alto del mundo. Nanga Parbat, Gasherbrum, Broad Peak, Rakaposhi… cada valle un guardián con nombre propio, cinco superan los 8.000 metros de altura y más de 100 sobrepasan con desdén la cota de los 7.000. Cada recodo que toma nuestro todoterreno es una sorpresa, cada dificultad en las pistas un aliciente que incita a ser superado para seguir avanzando, avanzando, avanzando… presos de un frenesí por descubrir algo nuevo, gente nueva y llegar a los rincones más secretos del Himalaya.
La carretera Karakorum pakistaní es la columna vertebral del Himalaya, posiblemente la obra de carretera más complicada del mundo y la que permite el acceso a valles ignotos gracias a la infinidad de pistas que parten de ella. Deslizarse por la sinuosa Karakorum y sus vías aledañas es un desafío apasionante, como si este enorme gigante tratara constantemente de atraparte en su seno. A veces lo consigue mediante avalanchas y hemos de emplearnos a fondo para retirar las piedras una a una con nuestras manos o con la ayuda del cabrestrante; otras hemos de ir rellenando los impresionantes agujeros formados por las violentas lluvias o el deshielo. Los puentes colgantes desafían la gravedad balanceando temerariamente nuestro vehículo sobre embravecidas aguas y en ocasiones hasta tenemos que reconstruir partes del mismo para poder franquearlo. Se avanza lento, la reductora trabaja a fondo para superar pendientes, rocas y hasta bancos de arena y tierra que surgen de improviso debido a algún desprendimiento. Esporádicamente la dificultad en sí crea espectáculos nocturnos cuando nuestra propia nube de polvo cristalizado nos engulle y los faros crean una vía láctea terrenal llenando esa nebulosa de brillos confusos.
Pero no importa el nivel de dificultad y el grado de agotamiento en que terminamos algunas jornadas. Cada amanecer, cuando vemos la naturaleza que nos rodea o recibimos el primer «¡hello!» de un sonriente lugareño… somos conscientes de que el esfuerzo es ínfimo si lo comparamos con las vivencias. A veces, principalmente en valles como el de Hunza o el de los Kalash -en la frontera con Afganistán-, nos sorprende cruzarnos con miradas claras o cómo algunas niñas se tapan con sus pañuelos largos mechones de pelo rubio. Las historias más antiguas afirman que en este apartado lugar las tropas olvidadas de Alejandro Magno dejaron su huella genética. La historia y las leyendas se entremezclan en una región que durante siglos ha estado aislada de influencias externas y donde realmente todo es posible.
En muchos momentos nuestro Montero se transforma en una máquina del tiempo; seguir el curso del río Indo nos traslada muchos siglos atrás, los muros de piedra que intentan sepultarnos nos hablan. Nos cuentan rezos de peregrinos, deseos de comerciantes, representaciones de un hogar que añoran, las súplicas de protección divina para llegar a salvo a sus destinos, escenas de caza, promesas de donaciones a lugares santos… El valle del Indo, tan angosto como lo vemos, fue la «autopista» de una de las rutas comerciales más famosas del mundo: la Ruta de la Seda. Un viaje tan peligroso como necesario para muchos y que la incertidumbre hacía que muchos comerciantes, guerreros o peregrinos plasmasen mediante grabados en la roca sus pensamientos o anhelos.
Por la Ruta de la Seda
Gilgit es el mejor exponente del espíritu comercial de la Ruta de la Seda, es un pueblo-bazar a los pies de un gran Buda esculpido en la roca, un punto vital de comunicaciones y comercio de las zonas del norte desde hace muchos siglos. A excepción de su gran Buda, el enclave está desprovisto de cualquier tipo de atractivo artístico y muy provisto de caos, pitidos, frenazos, acelerones, gritos y una atmósfera aderezada con humos de vehículos y pequeñas nubes blancas que parten de las decenas de chiringuitos callejeros que chamuscan pollos y pinchitos a la brasa. Nada que visitar pero mucho que ver. La fascinación radica tanto en la infinidad de rostros provenientes de todas las partes de Asia Central como en la inmensa variedad de mercancías que exhiben en su interior los minúsculos cubículos de chapa y madera que escoltan todas sus calles.
Frente al hipnotismo que produce la frenética actividad comercial centenaria y la fealdad arquitectónica de esta encrucijada… el sosiego y el cautivador color esmeralda del río Gilgit. Decidimos seguir esa vía de escape para llegar a otro punto lejano del Himalaya: Chitral. La naturaleza salvaje toma el poder de nuevo: pistas empinadas, picos nevados al alcance de la mano, torrentes, paredes de roca desmenuzándose y nuestras cubiertas Bridgestone desafiando victoriosamente las afiladas rocas de la pista mientras en determinados sectores nuestros retrovisores rozan las rocas para alejarnos del precipicio que se abre al otro lado de nuestro Montero. Los pequeños pueblos se suceden y sus campos cultivados salpican las orillas, así como sus terrazas escalonan las colinas bajas. De nuevo, las rocas del camino se convierten en lienzos que nos muestran los grabados de antiguos nómadas y cazadores.
En contraposición a este valle de vida, un reino de soledad: al altiplano de Deosai. No nos sorprende que la palabra china «deosai» signifique literalmente la morada de los gigantes. Sus dos únicas puertas definen su carácter: el paso de Chhachor a 4.230 metros y el paso de Ali Malik Mar, a 4.080. Entre ellas… una inmensa llanura solitaria de más de 400 kilómetros cuadrados a una altura que siempre ronda los 4.000 metros. En España necesitaríamos un avión para alcanzar esa cota, puesto que su mayor pico, el Teide, tiene 3.718 metros. Sin embargo, en Pakistán… tan sólo nos ha hecho falta el todoterreno y que nuestro organismo no sea víctima del mal de altura.
Durante días, nuestro Montero se abre paso entre pistas; campo a través realizamos largos vadeos que a veces nos hacen perder un rumbo que teníamos que recuperar con el GPS y nos enfrentamos al puente más peligroso de todos cuantos hemos cruzado en nuestra vida: el puente colgante sobre el río Bara Pani. Se trata de una serie de cables de acero oxidados y una amalgama de tablones sueltos que durante decenas de metros intentan unir las dos orillas. En caso de rotura, se produciría la pérdida del vehículo en un rincón perdido de la mano de Dios. Durante una hora buscamos el modo de vadear el Bara Pani, pero era imposible por la corriente y las gigantescas rocas del fondo. Otros 15 minutos de meditación para rendirse a la evidencia: había que cruzarlo. 30 minutos más para aligerar un poco nuestro Montero llevando las cajas y bidones a mano hasta la otra orilla. Diez minutos parados frente a la entrada del puente para encontrar el momento psicológico propicio para iniciar la marcha y… un minuto de aguante de respiración mientras todos los tablones crujen y rechinan. El puente se balancea y la catenaria del firme baja un metro hacia el agua en un estiramiento de cables próximo a la ruptura.
Por fin, después de lo que nos pareció una eternidad, conseguimos alcanzar la otra orilla y completar nuestro recorrido a través del grandioso Himalaya. Afortunadamente no fue éste el final de la Ruta de los Imperios, la vuelta al mundo prosigue para desvelar otros apasionantes lugares donde el todoterreno es la esencia de unas vivencias insuperables, unos sueños hechos realidad.