Tras preparar concienzudamente un viaje de diez días en todotorreno por Marruecos y después llevar a cabo una animada ruta turística por las principales ciudades del país, llega el momento de disfrutar del mejor sabor de la conducción 4×4. En esta ocasión vamos a recorrer de arriba a abajo la altiplanicie del Plateau de Rekkam. Y es que a muchos todoterreneros siempre nos ha llamado la atención rodar por la inmensa llanura que sirve en muchas ocasiones de primera etapa africana del Dakar. Esta vez no lo íbamos a ver por la tele, lo queríamos vivir in situ.
Al igual que en la «ruta turística», los componentes de la expedición contábamos con dos Mercedes G (un 400 y un 270 CDI), un Toyota Land Cruiser 90, así como un Suzuki Jimny, todos ellos convenientemente equipados y con las viandas necesarias para ocho humanos de buen comer durante dos días.
Tras hacer noche en Fez, ponemos rumbo al Este; nuestro primer destino es Guercif, que servirá de origen a esta travesía.
Llegamos de noche y, ante la ausencia de un hotel conocido, decidimos iniciar la ruta prevista después de llenar los depósitos de combustible de los vehículos.
uerdo pétreo que se alza en memoria de la expedición Citroën de principios del siglo pasado.
Destino al altiplano
Iniciamos la travesía por una carretera de minúsculo asfalto que transcurre al Oeste del río Moulouya. La oscuridad de la noche provoca una discusión sobre dónde acampar. Después de una hora dando vueltas, acampamos en el primer sitio que habíamos visto. Sin comentarios. La noche fue muy larga, pues apenas pudimos dormir; sobre las cuatro de la madrugada se levantó un fuerte viento que sacudía sin piedad las tiendas.
Con el sol llegó la calma. Un desayuno ligero y un buen número de kilómetros nos esperaban por delante. Vadear el río para avanzar hacia el Este supuso la primera emoción de la jornada, aunque no planteó problema alguno; había anchura suficiente y un buen firme de piedras compactadas. Sin embargo, poco después se rompió el cable del acelerador del Jimny, justo cuando llegamos a una mina de sal. Más de un par de horas nos llevó realizar una chapucilla con un cable de moto… ¡que duró hasta el regreso a casa!
Reanudamos el viaje con algunos problemas para encontrar el acceso a la población de Rchida, que resolvimos con nuestra especialidad, un «cascaporro» en toda regla (esto es, campo a través por un pedregal monumental). Desde este pueblo asciende una pista de forma vertiginosa, atravesando un pinar propio de la Península Ibérica.
Una vez arriba, al Norte disfrutamos de una majestuosa vista y al Sur del ansiado Plateau de Rekkam. Kilómetros y kilómetros donde rodamos con el pie derecho casi descontrolado. Pistas magníficas para conducir y navegar. Con la emoción, se nos olvidó comer; cuando paramos, eran las cinco de la tarde y apenas nos quedaban un par de horas de luz.
De todos modos, decidimos comer algo ligero, instantes que aprovechamos para comentar las duras condiciones de vida de los nómadas que recorren la región.
Una vez engañado el estómago y vaciado uno de los dos «jerrys» del Jimmy, salimos disparados dispuestos a aprovechar el escaso tiempo de luz disponible. Las pistas en este último tramo permitían rodar muy ligeros (70, 80 y hasta 90 km/h). En algunos tramos se levantaban auténticas nubes de polvo, que gracias al viento constante en la zona no impedían que rodásemos relativamente agrupados. Manteníamos el contacto visual en la lejanía y, por supuesto, las comunicaciones por radio.
Antes de acampar, accedimos a un alto donde un par de familias tenían un acogedor refugio de piedra. El aire soplaba con fuerza, pero no impidió que compartiéramos un rato con los habitantes del lugar, maravillados viendo sus imágenes en nuestras cámaras electrónicas.
Montamos las tiendas al abrigo del aire y nos preparamos una suculenta «pelotada» (albóndigas calentadas en el cámping-gas). Por la noche, tertulia comentando las incidencias del día mientras observábamos el firmamento plagado de estrellas. El momento más importante lo protagonizó una estrella fugaz, que cruzó el firmamento como su propio nombre indica.
Al día siguiente, nos levantamos temprano y aún sin despertarnos plenamente vimos como un Peugeot 504 con más de 30 años encima rodaba lentamente por la pista.
Continuamos el viaje manteniendo el rumbo Sur por un paraje abierto y rozando alturas próximas a los 1.800 metros. Tal y como ocurrió el día anterior, apenas nos cruzamos con gente. Un grupo de camellos, unos burros pastando plácidamente y una perdiz fueron, junto con un camión, los únicos signos de vida.
Y llegamos a Talsinnt por una pista que termina en la carretera que une esta población con Anoual. Después de repostar y recorrer un tramo de enlace por carretera, iniciamos la marcha por una pista extraordinaria que nos lleva a toda velocidad hasta un pequeño grupo de casas llamado Tazougouete, desde el cual accedemos al cauce del Oued Guir. Palmerales, agua, piedras, arena, barro… el «no va más» del 4×4. Durante una veintena de kilómetros rodamos a tope, no sin atascarnos un par de veces en las traicioneras aguas del río. Cerca de Boudenif, inicio de otros viajes, el oued se convierte en un terrible pedregal que pone a prueba amortiguadores, ruedas y empastes.
Abandonamos el oued y seguimos rumbo sur, rodando ahora por llanuras de buen firme, sin necesidad de seguir una pista definida.
Los mejores tramos coinciden con lechos de arena donde conducimos a tope, adelantándonos unos a otros como si se tratara de una competición, pero con la atención que requiere un terreno que cambia de forma constante.
De nuevo el sol comienza a retirarse, casi tan rápido como nosotros devoramos los kilómetros. Esta zona permite recuperar el tiempo perdido en el pedregal anterior sin comprometer la seguridad. Avanzamos rumbo Oeste buscando el recuerdo pétreo que se alza en memoria de la expedición Citroën de principios del siglo pasado.