El hidrógeno es el elemento químico más abundante, representando aproximadamente el 75% de la masa del Universo. En la Tierra, fue descubierto por el suizo Paracelso durante el siglo XVI como el resultado de mezclar metales con ácidos. Aunque no fue hasta alrededor de 1780 cuando Cadenvish, Lavoisier y Laplace descubrieron que las burbujas producto de esa reacción estaban compuestas por un elemento completamente nuevo que reaccionaba con el oxígeno del aire para dar agua, motivo por el que Lavoisier lo bautizó como hidro-geno: productor de agua.
En la actualidad, el hidrógeno tiene una utilidad industrial de primer orden. Cada año, se sintetizan en el mundo alrededor de 70 millones de toneladas de hidrógeno de alta calidad, que se emplean para procesos petroquímicos de cracking –obtención de hidrocarburos más ligeros a partir de otros pesados partiendo las cadenas moleculares con hidrógeno– y para la fabricación de amoniaco de cara a su empleo tanto directo o indirecto como fertilizante.
El hidrógeno y el transporte también guardan una vieja relación. El primer motor de combustión de la historia funcionó con hidrógeno. Los dirigibles volaban gracias al hidrógeno. Y los grandes cohetes espaciales han conseguido abandonar la atmósfera terrestre, e incluso llegar a la Luna, quemando hidrógeno.
El empleo del hidrógeno en automoción está ligado al descubrimiento de la pila de combustible, un dispositivo capaz de hacer reaccionar hidrógeno y oxígeno para generar electricidad y agua. Fue descubierta por William R Groove en 1848, perfeccionada por Rayleig en 1881 y convertida por la NASA, a mediados del siglo pasado, en un dispositivo para proporcionar energía a los astronautas a partir del oxígeno y el hidrógeno contenido en los tanques de combustible.
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Que emplear pilas de combustible para construir coches eléctricos alimentados por hidrógeno es técnicamente viable es algo que han demostrado una y otra vez, y de forma brillante, todos los prototipos que se han fabricado, así como los modelos que se han comercializado, incluidos los actuales Honda Clarity, Hyundai Nexo y Toyota Mirai. Sin embargo, para que el hidrógeno revolucione el transporte hace falta mucho más que construir vehículos capaces de moverse.
También hay que conseguir que tengan un precio y fiabilidad aceptables. Y antes, o a la par de eso, hay que encontrar la forma de producir, distribuir y almacenar hidrógeno de una forma lo bastante asequible y sostenible como para que esta alternativa de transporte desbanque a los combustibles tradicionales y a esa alternativa que amenaza cada vez más con acabar con las perspectivas de futuro del hidrógeno: las baterías. Y este reportaje trata de todo eso.
Lo primero que hay que aclarar es que no debemos afrontar esta cuestión con un enfoque pesimista, ni dejarnos abrumar con la cantidad aparentemente insalvable de inconvenientes. Hace veinte años podríamos haber compilado una lista igual de larga de problemas –e igual de graves– relativos a los coches eléctricos propulsados por baterías. Y si entonces la conclusión hubiera sido que eran una alternativa tecnológica inviable, nos habríamos equivocado. Los inconvenientes no se enumeran para descartar ideas, sino para encontrar soluciones que permitan convertir esas ideas en realidad.
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Hay que distinguir juiciosamente entre aquellos inconvenientes que se pueden sortear y los que no. El coste de las pilas de combustible descenderá bastante, porque aún estamos aprendiendo a fabricarlas. La evolución del coste de las baterías de litio es un buen ejemplo de lo anterior: en los últimos ocho años ha bajado a la décima parte.
Sin embargo, tecnologías como la construcción de depósitos de alta presión están bastante maduras, y reducir el coste no depende de ‘aprender’ a fabricar depósitos, sino del coste de la materia prima… que no va a experimentar cambios importantes.
Antes de exponer los inconvenientes del hidrógeno conviene subrayar la principal cualidad positiva de este combustible. Le denominamos vector energético en lugar de fuente de energía porque no se puede extraer, sino que hay que generarlo. En este sentido, es parecido a la electricidad. Sin embargo, la diferencia crucial con ésta –y en la que reside la clave por la que, en determinados escenarios, el hidrógeno tiene el potencial de sustituir a la electricidad convencional– es que el hidrógeno es un portador químico de energía, compuesto de moléculas y no de electrones.
La energía almacenada en un portador químico es atractiva porque puede acumularse y transportarse en un formato práctico y estable, exactamente igual que hacemos hoy en día con el carbón, el petróleo o el gas natural. El hidrógeno puede almacenarse durante largos periodos, moverse en camiones, barcos y por tuberías, e incluso quemarse como hacemos con los combustibles fósiles –aunque esa no sea la forma más inteligente de utilizarlo–. Para hacer algo parecido con la electricidad tendrías que movilizar grandes cantidades de baterías pesadas… una operación poco práctica que podría consumir tanta energía como la almacenada en la batería.
El principal proceso de generación de hidrógeno a nivel mundial es el reformado de gas natural y carbón. Es un procedimiento sencillo y barato, pero que emite grandes cantidades de dióxido de carbono, el gas responsable de efecto invernadero y precisamente el contaminante contra el que pretendemos luchar. Emplear el reformado está justificado de cara a obtener el hidrógeno que necesita cada día la industria petroquímica y de fertilizantes, pero no puede ser el camino para descarbonizar el transporte.
La alternativa adecuada y ecológica al reformado es la electrólisis. Se trata de un proceso químico viable y efectivo, que emplea electricidad para generar hidrógeno de forma limpia… pero que actualmente resulta muy caro en comparación con el reformado.
De manera que utilizar el hidrógeno para descarbonizar el transporte y otros sectores pasa inexorablemente por incrementar la potencia de generación eléctrica instalada basada en fuentes renovables –solar y eólica, aunque también podríamos incluir en este apartado a la nuclear, ya que al fin y al cabo tampoco genera emisiones de CO2–, destinando toda esa energía a la producción de hidrógeno. Es decir… supone un cambio mucho más profundo que desarrollar coches de pila de combustible y montar suficientes hidrogeneras. Un cambio que va a requerir varias décadas.
Mientras ocurre eso, cada vez son más los fabricantes de coches que quieren intensificar su experimentación con vehículos alimentados por pilas de combustible. Actualmente, la flota mundial asciende a unas humildes 11.200 unidades… aunque también es cierto que esa cifra es el resultado de un crecimiento de casi el 100% durante 2018. Y va a seguir creciendo deprisa, porque Toyota planea producir 30.000 vehículos de hidrógeno anuales a partir de 2020 y, para 2030, Hyundai tiene previsto fabricar nada menos que 700.000 coches movidos por hidrógeno al año.
En cualquier caso, al final del día el arbitro que va a decidir sobre el futuro del hidrógeno va a ser el mercado. Hay que descarbonizar el transporte. Y, a largo plazo, las únicas dos alternativas que existen son los coches eléctricos de baterías y los de pila de combustible.
Las baterías cuentan con las ventajas de que pueden recargarse en casi cualquier parte, y el precio de la electricidad es muy bajo. En su contra, juegan los inconvenientes del coste y el peso –dos factores que limitan seriamente la autonomía máxima–, la lentitud de la recarga y la enorme cantidad de energía que se consume durante su fabricación.
En contra del hidrógeno juegan las emisiones de CO2 durante su producción, el coste del propio combustible y de la red de distribución y, a corto plazo, el precio de la pila de combustible. Si no se resuelven esos inconvenientes, ese chiste malo propio del sector que reza que «el hidrógeno es el combustible del futuro… y siempre lo será» puede dejar de ser una chanza para convertirse en una cruda realidad. Así que… ¡permaneced atentos al desarrollo de este drama!
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